Sobre la Mortificación – Parte I

*Tomado del libro de las Tres Edades de la vida interior del P. Reginald Garrigou-Lagrange O.P. – Capítulo sobre el «Naturalismo práctico y la mortificación cristiana»

Después de haber expuesto una idea general de la edad espiritual de los principiantes, vamos a tratar de la principal, tarea que han de realizar para no recaer en el pecado. Para conseguirlo, preciso es formarse justa idea del desorden que supone el pecado en sus diversas formas, de sus raíces y de sus consecuencias, que pueden durar en. nosotros largo tiempo.

Notemos, en primer lugar, dos tendencias extremas y erróneas: por una parte, el naturalismo práctico que es tan frecuente y en el que cayeron los quietistas, y por otra, la orgullosa austeridad jansenista, que está muy lejos de proceder del amor de Dios. La verdad se yergue como una cima en medio de estos dos extremos, que representan las desviaciones contrarias del error.

EL NATURALISMO PRÁCTICO, EN LA ACCIÓN Y EN LA INACCIÓN

El naturalismo práctico, que es la negación del espíritu de fe en la conducta de la vida, continuamente tiende a renacer en formas más o menos acentuadas, como hace muy pocos años pudo verse en el americanismo y el modernismo. En muchas obras que aparecieron en esa época, se menospreciaba la mortificación y los votos’ de religión, en los que se pretendía ver, no una liberación que favoreciera el vuelo de la vida interior, sino simplemente un impedimento del apostolado.

Se nos decía: ¿Por qué hablar tanto de mortificación, siendo el cristianismo una doctrina de vida; de renunciamiento, si el cristianismo debe asimilarse toda actividad humana en vez de destruirla; de obediencia, si el Cristianismo es una doctrina de libertad? Estas virtudes pasivas, continuaban, no tienen mayor importancia sino para los espíritus negativos, incapaces de emprender cosa alguna y sin otra fortaleza que la de la inercia.

¿Por qué, seguían diciendo, despreciar nuestra actividad natural? ¿No es buena nuestra naturaleza? ¿No procede de Dios y está inclinada a amarle sobre todas las cosas? Nuestras mismas pasiones, movimientos de nuestra sensibilidad, deseo y aversión, gozo y tristeza, ni son buenas ni son malas; son lo que nuestra intención pone en ellas. Se trata de energías que es preciso utilizar, y no es lícito anularlas, sino que se las ha de moderar y regular. Esta es la doctrina de Santo Tomás, muy diferente, se añadía, de la de tantos autores de espiritualidad y muy poco en consonancia con lo que dice el capítulo de la Imitación de Cristo, III, c. LIV, acerca de «los diversos movimientos de la naturaleza y de la gracia.» Claro está que al hablar así contra el autor de la Imitación, se echaba no poco en olvido estas palabras del Salvador: «En verdad os digo, que si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su alma, la perderá; mas el que la aborrece en este mundo, la conserva para la vida eterna».

Decían también: ¿Por qué tanto combatir el propio juicio, la propia voluntad? Eso equivale a reducirse a un estado de servidumbre que destruye toda iniciativa, y hace perder el contacto con el mundo, que no debemos menospreciar, sino mejorar. Pero al hablar así, ¿no es cierto que se echaba en olvido el sentido preciso que los verdaderos tratadistas de espiritualidad dieron a la «propia voluntad», que siempre ha significado voluntad no conforme a la voluntad de Dios?

En esta objeción, formulada por el americanismo y repetida por el modernismo, la verdad viene hábilmente mezclada con la mentira y el error; hasta se invoca la autoridad de Santo Tomás y con frecuencia se repite este principio del gran Doctor: «la gracia no debe destruir la naturaleza, sino perfeccionarla»; los movimientos de la naturaleza no son tan desarreglados, se afirma, como lo sostiene el autor de la Imitación, y es necesario el total desenvolvimiento de la naturaleza dirigida por la gracia.

Y como falta el verdadero espíritu de fe, se falsea el principio de Santo Tomás que se invoca. Habla éste de la naturaleza como tal, en el sentido filosófico de la palabra; de la naturaleza en lo que tiene de esencial y bueno, que es obra de. Dios, y no de la naturaleza caída y herida, tal como está de hecho, como consecuencia del pecado original y de nuestros pecados personales, más o menos deformada por nuestro egoísmo, a veces inconsciente, por nuestros deseos desordenados y nuestra soberbia. Se refiere igualmente Santo Tomás a las pasiones o emociones como tales, y no en cuanto están desordenadas, cuando afirma que son fuerzas que deben utilizarse; más para sacar provecho de ellas, preciso es mortificar lo que en las tales hay de desordenado; y no basta disimularlo y regularlo, sino que es necesario hacerlo morir totalmente.

Estos y otros equívocos semejantes no tardan en producir sus consecuencias. Por sus frutos se conoce al árbol; y queriendo complacer excesivamente al mundo, en vez de convertirlo, esos apóstoles de nuevo cuño, que fueron los modernistas, se dejaron pervertir por él. Y así se les ha visto desconocer las consecuencias del pecado original; oyéndoles hablar, se diría que el hombre nace bueno y perfecto, como sostenían los pelagianos y más tarde Juan Jacobo Rousseau.

Se les ha visto olvidar la gravedad del pecado mortal como ofensa hecha a Dios, y sólo lo han considerado como un desorden que daña al hombre. En consecuencia, háse quitado importancia a la gravedad del pecado del espíritu: incredulidad, presunción y orgullo. Se diría que la falta más grave es el abstenerse de las obras sociales; y como consecuencia, la vida puramente contemplativa era considerada como cosa casi inútil, o como ocupación de inútiles e incapaces. El mismo Dios ha querido replicar a esta objeción por la canonización de Santa Teresa del Niño Jesús y por la extraordinaria irradiación de esta alma contemplativa. Desconocíase igualmente la infinita elevación de nuestro fin sobrenatural: Dios autor de la gracia. Y en vez de hablar de vida eterna y de visión beatífica, se hablaba de un vago ideal moral con apariencia de religión, en el que desaparecía la radical oposición entre el cielo y el infierno.

Se olvidaba, en fin, que el instrumento que Nuestro Señor quiso emplear para salvar al mundo, fue la Cruz. La nueva doctrina, en todas sus consecuencias dejaba entrever su principio y fundamento: el naturalismo práctico, no el espíritu de Dios sino el de la naturaleza, negación de lo’ sobrenatural, si no teórica, por lo menos en la conducta de la vida. Esta negación ha sido a veces formulada así en la época del modernismo: la mortificación no es esencial al cristianismo. Pero ¿qué otra cosa es la mortificación, sino la penitencia? ¿Y no es ésta necesaria al cristiano? ¿Cómo hubiera podido entonces escribir San Pablo: «Traemos siempre en nuestro cuerpo, por todas partes, la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos?».

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