La Sagrada Liturgia nos presenta en este día tres elementos que podríamos aprovechar en este camino cuaresmal: el Bautismo, las tentaciones de Jesús y su llamado a la conversión.
Vemos como tanto la primera lectura como la segunda nos hablan del Noé, el diluvio universal y el arca. Los cristianos desde tiempos muy antiguos han considerado este acontecimiento dramático una figura del Bautismo, es decir un anuncio del mismo, porque así como la tierra fue lavada del pecado por las aguas del Diluvio y se dio paso a un nuevo comienzo, así el hombre por las aguas bautismales, nace a una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, pues las aguas del primer sacramento, somos purificados por la sangre de Jesús que murió en la Cruz para el perdón de nuestros pecados.
Pero sucede que en la vida, luego del Bautismo, nos vemos sometidos a la debilidad de nuestra carne o a las tentaciones del homicida por excelencia, el demonio, y sucumbimos ante el pecado. ¿Cómo luchar contra esto?
Primero, hemos de considerar que ante las debilidad de la carne, situación interior a nosotros, hemos de oponer una sana vida ascética, es decir, una vida de continuas prácticas de purificación de nuestros afectos hacia todo lo creado, usando de las cosas tanto en cuanto nos acerquen a Dios, y sacándolas de nuestra vida tanto en cuanto nos alejen de Él, a esto agregamos las mortificaciones corporales y espirituales que por lo general se práctican de modo especial en la cuaresma, pero que no se deberían reducir a este período. Segundo, ante las tentaciones, situaciones externas a nosotros que actúan sobre nuestras debilidades humanas nos inclinan al pecado, debemos recordar por un lado que no hay que perder la paz cuando llegan, por otro, hay individuar aquellas que son más recurrentes para cada uno buscando medios concretos para enfrentarlas.
¿Por qué no hemos de perder la paz? En sentido amplio son sólo una prueba, y aunque nos pueden hacer tender al mal, experimentarlas en sí mismo no es algo pecaminoso, es más los santos nos enseñan que cuando Dios las permite porque de ellas podemos sacar un gran mérito, san Agustín nos ilustra muy bien este punto, comentando el salmo 60:
«nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.»
San Agustín, Comentario al salmo 60, n.3
Reconociendo, las tentaciones que nos son más frecuentes, hemos de preguntarnos ¿qué experimento? ¿de dónde viene? ¿a dónde me quiere llevar? así poco a poco aprenderemos a combatirlas para desarmarlas. El combate será directo actuando por contrarios, si me siento inclinado a hablar mal de alguien entonces hablaré bien, si me siento inclinado a faltar a la comunidad por pereza, entonces buscaré llegar incluso más temprano a la reunión; si me siento inclinado a abandonar la oración personal entonces dedicaré un poco más de tiempo de lo habitual. Sin embargo aunque hemos de tener cuidado, porque hay dos tipos de tentaciones en las cuales no se combate directamente sino indirectamente, no se enfrentan sino que ante ellas es preciso huir, estás son las tentaciones contra la pureza y la fe, entonces ¿qué hacer en estos casos ? dicen los maestros de espiritualidad que ante la primera manifestación de estas, se ha de buscar presentar un objeto diverso a la imaginación, es decir pensar en otra cosa que entretenga mi pensamiento hasta que pase y luego evitar todo aquello que me ponga en ocasión de éstas.
Para este buen combate de la fe, que vivimos día a día, hemos de ser fortalecidos continuamente a través de los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la vida de oración, el constante escrutinio de la Sagrada Escritura y clamar por el auxilio del Espíritu Santo frecuentemente, es básicamente lo que reza el salmo responsorial de este día: Muéstrame, Señor, tus caminos, muéstrame tus sendas, guíame en tu verdad; enséñame, pues tú eres el Dios que me salva.
Dice un adagio latino, vita hominis militia est, que quiere decir que la vida de los hombres es como un continuo combate, de hecho la llamada a la conversión que nos predicó Jesús y que nos continúa a predicar a través de su Iglesia, es una llamada a esta lucha de la fe, pero hemos de recordar que no vamos sólos, sino que tenemos una comunidad cristiana que nos respalda, pero que el principio de todo es que en todo esto vencemos porque Cristo ha vencido, y de su Corazón traspasado el madero de la Cruz, surgen ríos de gracia que nos fortalecen para poder nosotros triunfar con Él. En el combate de la fe se lucha con esperenza obteniendo la victoria del amor.
«Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti los honores; en definitiva, de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria.
Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo»San Agustín, Comentario al salmo 60, n.3
Roguemos al Señor nos conceda la gracia de ser agradecidos y valorar el don que se nos dio en el Bautismo y de saber reconocer nuestras debilidades, pero más aún de saber reconocer el poder de su amor en nuestras vidas que hace de ellas ocasión para manifestar su gloria.
Nota: Fresco de la Capilla Sixtina de las «Tentaciones de Jesucristo» de Sandro Boticelli
Lecturas:
Gn 9, 8-15. Pacto De Dios con Noé liberado del diluvio de las aguas
Sal 24. Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza
1 P 3, 18-22. El bautismo actualmente os está salvando
Mc 1, 12-15. Era tentado por Satanás y los ángeles lo servían.
Anexo:
Del libro «Teología de la perfección cristiana» del P. Antonio Royo Marín.
Conducta práctica ante las tentaciones.
Pero precisemos un poco más de lo que el alma debe hacer antes de la tentación, durante ella y después de ella. Esto acabará de completar la doctrina teórica y el adiestramiento práctico del alma en su lucha contra el enemigo infernal.
Antes de la tentación- la estrategia fundamental para prevenir las tentaciones las sugirió N. S. Jesucristo a los discípulos de Gestemaní en la noche de la cena “Velen y oren para no caer en la tentación” (Mt 26, 41). Se impone la vigilancia y la oración.
El demonio no renuncia a la posesión de nuestra alma. Si a veces parece que nos deja en paz y no nos tienta, es tna sólo para volver al asalto en el momento menos pensado. En las épocas de clama y sosiego hemos de estar convencidos de que volverá la guerra acaso con mayor intensidad que antes. Es preciso vigilar alerta para no dejarnos sorprender.
Esta vigilancia se ha de manifestar en la huida de todas las ocasiones más o menos peligrosas, en la previsión de asaltos inesperados, en el dominio de nosotros mismos, particularmente del sentido de la vista y de la imaginación; el examen preventivo, en la frecuente renovación del propósito firme de nunca más pecar, en combatir la ociosidad, madre de todos los vicios, y en otras ocasiones semejantes. Estamos en estado de guerra con el demonio y no podemos abandonar nuestro puesto de guardia y centinela, si no queremos que se apodere por sorpresa, en el momento menos pensado, de la fortaleza de nuestra alma.
Pero no basta nuestra vigilancia y nuestros esfuerzos. La permanencia en el estado de gracia, y por consiguiente, el triunfo contra la tentanción requiere una gracia eficaz de Dios, que sólo puede obtenerse por vía de oración. La vigilancia más exquisita y el esfuerzo más tenaz resultarían del todo ineficaces sin la ayuda de la gracia de Dios. Con ella, en cambio, el triunfo es infalible. Esa gracia eficaz escapa al mérito de justicia y a nadie se le debe estrictamente, ni siquiera a los mayores santos. Pero Dios ha empeñado su palabra, y nos la concederá infaliblemente si se la pedimos con la oracion revestida de las debidas condiciones: Ello pone de manifiesto la importancia excepcional de la oración de súplica. Con razón decía san Alfonso María de Ligorio, refiriéndose a la necesidad absoluta de esta gracia. “El que ora se salva y el que no ora se condena”. Ya para decidir ante la duda de un alma si había sucumbido a la tentación solía preguntarle simplemente “¿Hiciste oración pidiéndole a Dios la gracia de no caer?”. Por eso Cristo nos enseñó en el Padre Nuestro a pedirle a Dios que “no nos deje caer en tentación”. Y es muy bueno y razonable que en esta oración preventiva invoquemos también a María, nuestra buena Madre, que aplastó con sus plantas viriginales la cabeza de la serpiente infernal, y a nuestro ángel de la guarda, uno de los cuyos principales oficios es precisamente el de defendernos contra los asaltos del enemigo infernal.
Durante la tentación.- La conducta práctica durante la tentación puede resumirse en una sola palabra: resistir. No basta tener una actitud meramente pasiva (ni consentir ni dejar de consentir), sino que es menester una resitencia positiva. Pero esta resistencia positiva puede ser directa o indirecta.
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- RESISTENCIA DIRECTA es la que se enfrenta con la tentación misma y la supera haciendo precisamente lo contrario de lo que ella sugiere. Por ejemplo: empezar a hablar bien de una persona cuando nos sentíamos tentados a criticarla, dar una limosna espléndida cuando la tacañería trataba de cerrarnos la mano para una limosna corriente, prolongar la oración cuando el enemigo nos sugería acortarla o suprimirla, hacer un acto de pública manifestación de fe cuando el respeto humano trataba de atemorizarnos, etc. Esta resistencia directa conviene emplearla en toda clase de tentaciones, a excepción de las que se refieren a la fe o a la pureza, como vamos a decir en seguida.
- RESISTENCIA INDIRECTA es la que no se enfrenta con la tentación sino que se aparta de ella distribuyendo la mente a otro objeto completamente distinto. Está particularmente indicada en las tentaciones contra la fe o la castidad, en las que no conviene la lucha directa, que quizá aumentaría la tentación por lo peligroso o resbaladizo de la materia. Lo mejor en estos casos es practicar rápida y enérgicamente, pero también con gran serenidad y calma, un ejercicio mental que absorba nuestras facultades internas, sobre todo la memoria y la imaginación, y las aparte indirectamente, con suavidad y sin esfuerzo, del objeto de la tentación. Por ejemplo: recorrer mentalmente la lista de nuestras amistades en tal población, los nombres de las provincias de un país, el título de los libros que hemos leído sobre tal o cual asunto, los quince mejores monumentos que conocemos, etc. Son variadísimos los procedimientos que podemos emplear para esta clase de resistencia indirecta, que da en la práctica positivos y excelentes resultados, sobre todo si se la practica en el momento mismo de comenzar la tentación y antes de permitir que eche raíces en el alma.
A veces la tentación no desaparece en seguida de haberla rechazado, y el demonio vuelve a la carga una y otra vez con incansable tenacidad y pertinacia. No hay que desanimarse por ellos. Esa insistencia diabólica es la mejor prueba de que el alma no ha sucumbido a la tentación. Repita su repulsa una y mil veces si es preciso con gran serenidad y paz, evitando cuidadosamente el nerviosismo y la turbación. Cada nuevo asalto rechazado es un nuevo mérito contraído ante Dios y un nuevo fotalecimiento del alma. Lejos de enflaquecerse el alma con esos asaltos continuamente rechazados, adquiere nuevas fuerzas y energía. El demonio, viendo su pérdida, acabará por dejarnos en paz, sobre todo si advierte que ni siquera logra turbar la paz de nuestro espíritu, que acaso era la única finalidad intentada por él con esos reiterados asaltos.
Conviene siempre, sobre todo si se trata de tentaciones muy tenaces y repetidas manifestar lo que nos pasa al director espiritual. El Señor suele recompensar con nuevo y poderosos auxilios ese acto de humildad y sencillez, del que trata de apartarnos el demonio. Por eso hemos de tener la valentía y el coraje de manifestarlo sin rodeos, sobre todo cuando nos sintamos fuertemente inclinados a callarlo. No olvidemos que, como enseñan los maestros de la vida espiritual, tentación declarada está ya medio vencida.
- Después de la tentación. – Ha podido ocurrir únicamente una de estas tres cosas: que hayamos vencido, o sucumbido, o tengamos duda e incertidumbre sobre ello.
- SI HEMOS VENCIDO y estamos seguros de ellos, ha sido únicamente por la ayuda eficaz de la gracia de Dios. Se impone, pues, un acto de agradecimiento sencillo y breve, acompañado de una nueva petición del auxilio divino para otras ocasiones. Todo puede reducirse a esta o parecida invocación “Gracias, Señor, te lo debo todo a ti, sigueme ayudando en todas las ocasiones peligrosas y ten piedad de mí”.
- SI HEMOS CAÍDO y no nos cabe la menor duda de ello, no nos desanimemos jamás. Acordémonos de la infinita misericordia de Dios y del recibimiento que hizo al hijo pródigo, y arrojémonos llenos de humildad y arrepentimiento en sus brazos de Padre, pidiéndole entrañablemente perdón y prometiendo con su ayuda nunca más volver a pecar. Si la caída hubiera sido grave, no nos contentemos con el simple acto de contrición; acudamos cuanto antes al tribunal de la penitencia y tomemos ocasión de nuestra triste experiencia para redoblar nuestra vigilancia e intensificar nuestro fervor con el fin de que nunca se vuelva a repetir.
- SI QUEDAMOS CON DUDA sobre si hemos o no consentido, no nos examinemos minuciosamente y con angustia, porque tamaña imprudencia provocaría otra vez la tentación y aumentaría el peligro. Dejemos pasar un cierto tiempo, y cunado estemos el todo tranquilos, el testimonio de la propia conciencia nos dirá con suficiente claridad si hemos caído o no. En todo caso conviene hacer un acto de perfecta contrición y manifestar al confesor, llegada su hora, lo ocurrido en la forma que esté en nuestra conciencia, o mejor aún, en la presencia misma de Dios.