Las bienaventuranzas en María

Las bienaventuranzas son actos que indican méritos si se trata de una preparación para la felicidad perfecta, o indican premios que se refieren ya a la vida futura

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos, se trata de un desapego a las riquezas o el menosprecio de honores como el vaciarse de sí mismo para llenarse de Dios, en María se ve claramente, por un lado,  las circunstancias materiales nos lo indican por ej. en el hecho de que para su purificación se presentaron dos tórtolas o al indicar el oficio de carpintero de san José; por otro su humildad es patente en los evangelios, no busca sobresalir, se define como la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38) y medita las enseñanzas de Jesús en su corazón.

…[El Señor] Ha colocado la posesión del Reino de los cielos en aquellos que tienen humildad de espíritu, es decir, en lo que se acuerdan de ser hombres…consciente de que nada les pertenece, de que no poseen nada, sino que todos poseen el mismo don del único Padre que les hace llegar a la vida…[1]

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra, “Mansos son los hombres apacibles, humildes y modestos, sencillos en la fe y paciente ante cualquier injuria que, consolidados en los preceptos evangélicos, imitan el ejemplo de mansedumbre del Señor”[2]. Ordinariamente se trata de la renuncia a seguir las pasiones desordenadas, la B.V. María al ser preparada para la Encarnación del Verbo a través de su Inmaculada concepción no padece esta herida, con razón canta un himno de la Iglesia Virgo singularis, inter omnes mitis

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados, se refiere a lo opuesto del ríe por el desenfreno de placeres pecaminosos, las lágrimas que trata aquí las podemos describir como aquellas lagrimas de dulzura de las que habla santa Catalina de Siena[3], que indican el puro amor por la unión íntima con Dios, que María santísima habría gozado por el vínculo estrecho de la caridad. Así como también llora el que afligido ve a su hermano en necesidad y la preocupación de María por los hombres no sólo se expresa en Caná o en la compañía a los apóstoles en el cenáculo, sino también en los innumerables fenómenos extraordinarios de los que han sido testigos tantos místicos experiementales o en las apariciones reconocidas oficialmente por la Iglesia como en Fátima en la que se muestra como intercesora de los hombres.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Se trata de aquellos que desean la perfección en la santidad procurando hacer la voluntad de Dios, está búsqueda será sobrenatural, humilde y confiada es decir que será marcada por un intenso deseo de obrar para mayor gloria de Dios confiando no en las propia fuerza de voluntad sino en la gracia de Dios, de modo constante, progresivo, práctico y eficaz. En esto la B. V. María será ejemplo de que el hombre aunque goce de tantos beneficios como ella era que era llena de gracia, no cesará nunca en esta vida de buscar crecer en santidad y perfección.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia, de ordinario se trata de inclinarse a perdonar para ser perdonado, pero en María santísima esto trasciende puesto que ella no tenía nada que imputarse a sí misma se dice que recibió misericordia en previsión a la Encarnación, habiendo recibido tal beneficio ahora ella buscará el perdón de los demás por medio de la súplica. Podrían ponerse en sus labios (aunque de modo analógico) las palabras de santa Teresa de Lisieux cuando dice:

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a él ¡con locura…![4]

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, se trata de una pureza tal en la que no tiene lugar nada contaminado por el odio el orgullo o cualquier otro pecado, así en el Corazón Inmaculado de María tendrá su máxima expresión

Éste es el fin de nuestro amor: fin con que llegamos a la perfección, no fin con el que nos acabamos. Se acaba el alimento, se acaba el vestido; el alimento porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye tejiéndolo. Una y otra cosa se acaban, pero este fin es de consunción, aquél de perfección. Todo lo que obramos, lo obramos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguen a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más ¿qué puede buscar quien tiene a Dios?[5]

Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios, María no sólo vivía en paz en su interior y en su hogar sino que también se convirtió en medio universal y causa de paz, se ven en ella realizadas las palabras de san Cirilo de Alejandría “Pacífico es el que muestra a los otros que la aparente contradicción de las Escrituras es la armonía de las antiguas con las nuevas, de la ley con los profetas, de los Evangelios entre ellos”[6]. Además, en ella el Espíritu Santo se derramó y engendró en su seno al  Príncipe de la Paz para reconciliar al mundo con el Padre de donde se nos a concedido el perdón y la paz.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos, en la B.V. María podemos hablar de una persecución indirecta puesto que pues los sufrimientos que vivió su Hijo también los vivió ella en su corazón, en su fidelidad permaneció al pie de la cruz y fue asunta en cuerpo y alma para reinar como Reina de cielos y tierra junto a su Hijo.

Nota: Pintura de Jesus Helguera

[1] Hilario de Poitiers, Sobre el Evangelio de Mateo, 4, 2.

[2] Cromacio de Aquileya, Comentario al Evangelio de Mateo, 17, 4, 1–2.

[3] Catalina de Siena, Diálogo, II, 3.

[4] Teresa de liseux, Historia de un alma, MsA en Obras Completas, Monte Carmelo, Burgos 20154171.

[5] Agustín de Hipona, Sermones, 53, 6.

[6] Cirilo de Alejandría, Fragmentos sobre el Evangelio de Mateo, 38.