Nuestro único Tesoro

Domingo – XXVIII TO- Ciclo B

• Sb 7, 7-11. Al lado de la sabiduría en nada tuve la riqueza.
• Sal 89. Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres.
• Hb 4, 12-13. La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón.
• Mc 10, 17-30. Vende lo que tienes y sígueme.

¡Sea alabado Jesucristo! ¡Por siempre sea alabado!

Decía la carta a los Hebreos “La palabra de Dios es viva, eficaz y más penetrante que una espada de dos filos. Llega hasta lo más íntimo del alma…descubre los pensamientos e intenciones del corazón” (Hb 4,12) dejemos hermanos que esa Palabra en este día toque también las fibras más de nuestro ser.

La primera lectura de este día nos a un hombre con un anhelo profundo de sabiduría, la ensalza, la elogia, habla de sus maravillas y la reconoce como la fuente de todo el bien que ha experimentado, en última instancia, la sabiduría era el tesoro que guardaba en su corazón, por otro lado el santo Evangelio nos presenta la figura de otro hombre, un muchacho, el cual anhelaba profundamente la vida eterna, y parece que ha hecho todo lo que en su poder ha estado para obtenerla, pues como el mismo lo dice, ha cumplido todos los mandamientos, sin embargo, el tesoro que constituye la vida eterna no puede recibirse mientras otra cosa ocupe su puesto en el corazón, y al final vemos que, se marcha triste porque no supo vaciarse de lo que llevaba para poder recibirlo.

Sabiduría y vida eterna, son dos nombres con los que también podemos equiparar en la Sagrada Escritura a Jesucristo, Él es nuestra sabiduría, Él es nuestra vida, Él es nuestro cielo, Él ha de ser el único tesoro que alberga nuestro corazón, las criaturas no son nada en comparación con Él, y valen sólo en cuanto nos llevan a Él.

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a todo y a todos y les propone «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.” (CEC 2544)

De ahí se deriva que uno de los principios de la vida cristiana sea la pobreza de espíritu, tal y cual la expresa la primera bienaventuranza “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”, ella recoge una enseñanza muy profunda, pues estrictamente no se trata, como más de alguna vez abremos escuchado, de la carencia de bienes materiales, sino del desapego a ellos. Es decir, que más que un desprendimiento efectivo de los bienes, se pretende un desprendimiento afectivo.

Por ello los Obispos de la Iglesia en el Concilio Vaticano II nos enseñaban que: «Todos los cristianos… han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto» (LG 42).

“Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz…” Cuando se dice pobreza de espíritu, nos dice los Biblistas, que se establando del vaciamiento de sí mismos, del propio egoísmo, de la probia soberbia, del propio “yo”,  del propio “espíritu”, así como cuando alguien carece de dinero se dice: es un pobre de dinero, o cuando alguien carece de comida, es un pobre de comida. San Gregorio de Nisa dirá por ello que Jesús “…llama «pobreza en el Espíritu» a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia” (CEC 2546)

Por contrapartida “El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (Lc 6, 24). «El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos» (S. Agustín, serm. Dom. 1, 1). El abandono en la Providencia del Padre del Cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25  – 34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.” (CEC 2547)

El verdadero Tesoro de nuestro corazón, es Jesucristo y nuestro encuentro definitivo con Él en el cielo, y digo definitivo porque ha comenzado ya aquí en esta tierra el día de nuestro Bautismo. “El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y se realizará en la visión y la bienaventuranza de Dios. «La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir» (S. Gregorio de Nisa, beat. 6).” (CEC 2748)

Ahora bien, la presencia de Cristo en nosotros y el anhelo del cielo, nos debe hacer hombres y mujeres de esperanza porque somos ciudadanos del Reino que van caminando por este mundo hacia él, y como tales, buscamos compartir nuestra esperanza con todos los hombres, llevando consuelo y alivio, buscando sembrar la semilla de ese Reino en todas las realidades en que nos movemos, casa, trabajo, la familia y los amigos, a través de actitudes y comportamientos concretos, buscando sembrar ese germen que transforma, particularmente a través de las obras de misericordia hacia los más necesitados.

Por ello la Iglesia nos enseña que en el camino de la santidad “…En el camino de la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quienes les escuchan (cf Ap 22, 17), a la comunión perfecta con Dios” como su Tesoro más grande:

«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir: «Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo» (Lv 26, 12)…Él será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos» (S. Agustín, civ. 22, 30). (CEC 2555)

Hermanos, hoy que celebramos juntos también la canonización de san Óscar Arnulfo Romero, que él sea un ejemplo de un cristiano que supo descubrir su verdadero tesoro en el amor del Corazón de Jesucristo, al punto de darlo todo por Él; lo vió aquí en el pueblo sufriente, en sus hermanos sacerdotes, en el Papa, en la Iglesia, en nuestra Buena Madre y particularmente, en la Sagrada Eucaristía, y ahora contempla a Jesús cara a cara mientras intercede por nosotros.

¡Sea alabado Jesucristo! ¡Por siempre sea alabado!

IMG: Jesús y el joven rico, de Heinrich Hoffman