• Is 53, 10-11. Al entregar su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años.
• Sal 32. Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
• Hb 4, 14-16. Comparezcamos confiados ante el trono de la gracia.
• Mc 10, 35-45. El Hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por muchos.
La Liturgia de la Palabra en este día es abundantísima en las referencias al sufrimiento que nuestro Señor Jesucristo padeció para nuestra salvación, ello nos debe llevar a meditar acerca de unos puntos importantes de nuestra fe y del gran valor que tuvo la muerte del Hijo de Dios.
En primer lugar, hemos de decir que Jesús «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23) es decir que “La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias”, ya estaba previsto que la salvación de la humanidad tenía que venir de esta manera. Esto “no significa que los que han «entregado a Jesús» fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano…”. Dios ha contado con la respuesta libre de cada hombre a su gracia, y previó y toleró que esa respuesta hostil de los ciudadanos de la época sucediera con tal que el hombre fuese salvado.
Ya la Sagrada Escritura había preparado el camino para que cuando ocurriera los hombres lo supieran ver como “un misterio de de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado”. Así Nuestro Señor lleva a cumplimiento las profecías del Siervo de Yahvé que había pronunciado el profeta Isaías. “Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús, luego a los propios apóstoles”
Por ello san Pedro afirmaba: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1P 1, 18 – 20).
“Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte”. Pensemos un momento en nuestro pecados, muchas veces pecar en el momento puede provocar cierta sensación de satisfacción y agrado, pero luego se convierte en tristeza y amargura, y si nos acostumbramos a vivir en el pecado, terminamos siendo zombis espirituales, que viven en el cuerpo pero en su alma parece que se ha perdido esa chispa de vida, incluso los males que se sufren ya ni siquieran incomodan, se vive como por inercia.
Pero la Buena Nueva es que si bien Jesús no pecó, al asumir nuestra humanidad, nos asume a todos y cada uno de nosotros desde el alejamiento de la relación con Dios que supone el pecado, se solidarizó con nosotros, pecadores, para que fuésemos reconciliados con Dios.
Así en la entrega de Cristo a su muerte, en el beber del caliz amargo de la pasión, en el sufrir el inocente por los culpables se nos reveló, se nos mostró, el amor redentor del Señor. Dirá san Pablo: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).
Esto lo recordamos en cada celebración de la Santa Misa, que es el memorial del Sacrificio de Cristo en la Cruz, el sacerdote no solamente repite las palabras de Jesús en la Última Cena, sino que por la pronunciación de esas palabras, aquel sacrificio del Calvario se vuelve a hacer presente: “esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”, “esta es mi sangre que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados”. Y con ese “muchos” la Iglesia nos enseña que Cristo “ha muerto por todos los hombres sin excepción: «no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo”. Al punto que ustedes y yo podemos decir: “Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2, 20)
Jesús, “al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres”. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18).
A esto hemos de agregar que en “Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo: Él es el «hombre perfecto» que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones.” “Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros. «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre»(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro”
Que al contemplar en este día el sufrimiento redentor de Jesucristo, podamos nosotros también redescubir el valor de nuestros pequeños o grandes sufrimientos cotidianos, para que así podamos ofrecerlos, uniéndonos a Él, para la salvación del mundo entero.
*Hecho en base al Catecismo de la Iglesia y el Directorio Homilético
IMG: Bajo relieve medieval refigurando el Cordero de Dios, en la Basilica Eufrasia en Porec, Croacia