Misericordiosos como el Padre

VII Domingo del Tiempo Ordinario

Una clave de lectura de la vida que debe mantener todo aquel que se haga llamar cristiano es lo que hemos escuchado en el Evangelio de este día y contemplado en la primera lectura: la misericordia que llega a ensanchar el corazón hasta el punto de amar a los enemigos por amor a Dios.

¡Qué grande David al perdornar Saul! El Rey de israel lleno de envidia y celos por el reconocimiento popular que gozaba uno de sus subditos toma un batallon y sale en persecución a muerte detrás de él. Saul busca exterminar a David. Sin embargo, el joven David, a pesar de tener la oportunidad perfecta para acabar con aquel que lleno de furor buscaba su muerte, le perdona la vida.

Y esto sería un gesto ya muy grande. Pero lo que lo eleva a las vetas más altas de la santidad, es el motivo por el que lo hace, por amor a Dios, puesto que Saúl, no obstante sus debilidades y fallas, era el “consagrado del Señor”, esta es la grandeza de David, es la grandeza de aquel del cual un día diría el Señor que era un hombre según su corazón, sabía ver las cosas con mirada sobrenatural, miraba las cosas desde la óptica de aquel que tiene un mismo sentir con el Señor.

Y si David fue grande, Jesucristo, el Hijo de Dios, es todavía mucho más y de manera incomparable, puesto, que Él es el verdadero modelo de lo que el hombre está llamado a ser. Puesto que en el cumplimiento de la misión que le había encomendado el padre Eterno, Él no sólo es misericordioso, sino que es la misericordia misma.

San Pablo dirá: «aún cuando eramos pecadores el Señor nos amó,» y lo hizo en su Hijo bendito. El ejemplo del amor a todos los hombres, incluso a los enemigos lo vemos presenciado en el Calvario, donde agonizando en el madero de la Cruz, no sólo perdona a los que le han cruficado, sino que hasta los excusa “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

¡Qué grandeza la de Cristo! ¡Cuánta misericordia ha latido en su Corazón santísimo! ¡Éste el modelo de la perfección del amor cristiano! El perdón a los enemigos que predicó un día a las multitudes llega a su consumación aquel Viernes Santo.

Y es a esta misma perfección en el amor, es a esta misma misericordia, que quiere que nuestros corazones se eleven. Por ello hemos escuchado de sus labios: Sed misericordiosos, ‘como’ vuestro Padre es misericordioso…Se trata de un amor que lleva a perdonar de corazón al hermano “Allí es, en efecto, en el fondo «del corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.”

De modo particular la experiencia de la gracia nos mueve al perdón de las ofensas implica por una lado un acto de la voluntad: “Yo me decido a perdonar” “Yo quiero perdonar”. Pero, por otro lado también implica la purificación de nuestra memoria, la cual es una tarea de toda nuestra vida pero de modo especial, en los inicios de aquellos que quieren entrar en la comunión plena con Jesús.

Por definición se dice que esta es la facultad del alma que retiene las especies intelegibles, es decir es en ella donde almacenamos los recuerdos de nuestra vida, podemos hablar de una memoria que almacena ideas y sentimientos. Ahora bien, cómo la purificamos, los maestros de vida espiritual nos dan ciertas pautas a tener en cuenta:

a) eliminar los recuerdo pecaminosos;

b) combatir recuerdos inútiles, cómo los eventos tristes o aquellos llenos de una vana y excesiva alegría, puesto que ninguno de lo sucesos tristes podemos remediar con nuestra pena y ninguna de aquellas alegría volverá a reporudcir el fausto acontecimiento que la motivo, el punto aquí es llegar a la paz y sosiego del corazón;

c) olvidar por completo las injurias: este es un verdadero acto de virtud, y es aboslutamente indispensable para ser santo, puesto que el recuerdo de las pasadas ofensas no puede sino turbar la paz de la consciencia y presentarnos poco simpática la figura del culpable. Es preciso olvidar por completo el desagradable acontecimiento y procurar incluso rodear de especiales atenciones al que voluntarimente nos lo cuasó, santa Juana de Chantal llegó a ser madrina de bautizo de un hijo del que mató a su marido, acción que llenó de estupor al mismo san Francisco de Sales. Admiremos los ejemplos de los grandes santos y procuremos imitarlos al menos en el olvido de la ofensa, pensando que son mucho mayores las que nosotros hemos cometido contra Dios.

d) Recordar los beneficios recibidos de Dios y nuestras ingratitudes con Él;

e) recordar los motivos de la esperanza cristiana: ¡cielo a la vista!.

«Todos desean alcanzar misericordia, pero son pocos los que quieren practicarla. (…) Oh hombre, ¿cómo te atreves a pedir, si tú te resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él practicarla en este mundo. (…) Existe, pues, una misericordia terrena y humana, y una celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios en este mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo Él mismo: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. El mismo Dios, que se digna dar en el cielo, quiere recibir en la tierra» (S. Cesáreo de Arlés, Sermones 25,1).

Que el Señor nos conceda la gracia en esta Santa Misa de contemplar su infinita Misericordia, para que al participar aquí de este altar seamos colmados de gracia y bendición, de modo que podamos vivir como auténticos hijos de Dios, siendo misericordiosos como nuestro Padre del cielo.