I Domingo de Cuaresma – Ciclo C
Hemos comenzado ya el tiempo de la Cuaresma, este camino de conversión al Señor, en el cual nos adentramos como en el desierto para ser purificados por la oración, el ayuno y la penitencia, de modo que nuestro corazón se haga dócil a las mociones del Espíritu Santo y podamos encaminarnos con un renovado empeño a la vida nueva a la que hemos renacido por la Pasión Muerte y Resurrección del Señor.
Podríamos decir que hoy la Sagrada Escritura nos recuerda las tentaciones del diablo a nuestro Señor pero quizás eso sería poner más la mirada en la acción del maligno que en la de Cristo, quizás deberíamos decir que hoy contemplamos la victoria de Cristo frente al tentador. Ciertamente a lo largo de la Biblia vemos como el enemigo a influenciado la vida del hombre desde el principio buscandolo apartar de Dios y llevarlo hasta la muerte a través de una seducción mentirosa a la cual llamamos tentación. Sin embargo nosotros hemos de recordar por poderosa que sea la acción de Satanás, él es una criatura, es finito y no puede impedir la edificación del Reino, su “acción es permitida por la Divina Providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8, 28)”
Hemos escuchado en el Evangelio como Jesús impulsado por el Espíritu Santo fue al desierto, permaneciendo 40 días, al final de este período Satanás le tienta tres veces para poner a prueba su obediencia y confianza amorosa en el Padre, Jesús no sucumbe, Jesús triunfa, Jesús vence al tentador.
“Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.” (CEC 539)
Santo Tomás de Aquino dirá que Cristo quiso ser tentado por cuatro razones: “para proporcionarnos auxilio contra las tentaciones” porque venció nuestras tentaciones con las suyas; “para nuestra precaución, a fin de que nadie, por santo que sea, se tenga por seguro e inmune a la tentación”; “para ejemplo; esto es, para enseñarnos el modo de vencer las tentaciones del diablo.” Y “para infundir en nosotros la confianza en su misericordia”. “Cristo vino a destruir las obras del diablo, no usando de su poder, sino más bien padeciendo de él y de sus miembros, para, de este modo, vencer al diablo con la justicia, no con el imperio,” STh III, q. 41, a.1
Asimismo descubrimos que “La tentación que viene del enemigo se produce a modo de sugestión…Pero la sugestión no puede hacerse a todos de la misma manera, sino que a cada uno se le sugiere algo entre las cosas que constituyen sus aficiones. Y, por este motivo, el diablo no tienta desde un principio al hombre espiritual con pecados graves, sino que comienza poco a poco con los leves, para llevarlo luego a los más graves…” Vemos como a Jesús “primero, le tentó con lo que apetecen los hombres por muy espirituales que sean, a saber: con la sustentación de la vida corporal mediante el alimento. En segundo lugar, pasó a aquello en que, a veces, caen los varones espirituales, esto es, en hacer algunas cosas por ostentación, proceder que se encuadra en la vanagloria. Por último, llevó la tentación a lo que ya no es propio de los varones espirituales, sino de los carnales, es decir, a desear las riquezas y la gloria del mundo hasta el desprecio de Dios.” STh q. 41, a.4
Cristo vence al enemigo con la fuerza de la Palabra de Dios, de la oración, del ayuno y de la pasión. Y de la misma manera hemos de vencer nosotros la tentación, suplicando al Padre que no nos deje caer en la tentación, y nos enseña la Iglesia que esta petición implora también el Espíritu de discernimiento y la fuerza.
“El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior…y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.” (CEC 2847) Vemos en las caricaturas como a veces al heroe se le presentan dos figuritas una de angelito y otra de diablito en los momentos en que tiene que tomar una decisión importante, sin embargo, en la cotidianidad, sería más certero representar la figura del mal con otro angelito, pues el demonio se disfraza como angel de luz para engañarnos. Por ello hemos de estar atentos y vigilantes.
“Acabamos de escuchar en el Evangelio cómo el Señor Jesucristo fue tentado por el diablo en el desierto. El Cristo total era tentado por el diablo, ya que en Él eras tú tentado. Cristo, en efecto, tenía de ti la condición humana para sí mismo, de sí mismo la salvación para ti; tenía de ti la muerte para sí mismo, de sí mismo la vida para ti; tenía de ti ultrajes para sí mismo, de sí mismo honores para ti; consigmientemente, tengía de ti la tentación para sí mismo, de sí mismo la victoria para ti. Si en Él fuimos tentados, en Él venceremos al diablo, ¿Te fijas en Cristo fue tentado y no te fijas en que vención la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en Él, y reconócete también a ti mismo victorioso en Él.” (San Agustín)
Que el Señor nos conceda la gracia en este día de saber corresponder a la gracia que está derramando en nuestros corazones en este tiempo de camino hacia la pascua, para que venciendo las sugestiones del enemigo, nos podamos presentar victoriosos con Cristo resucitado.
Anexo: Del libro «Teología de la perfección cristiana» del P. Antonio Royo Marín
Conducta práctica ante las tentaciones.
Pero precisemos un poco más de lo que el alma debe hacer antes de la tentación, durante ella y después de ella. Esto acabará de completar la doctrina teórica y el adiestramiento práctico del alma en su lucha contra el enemigo infernal.
Antes de la tentación- la estrategia fundamental para prevenir las tentaciones las sugirió N. S. Jesucristo a los discípulos de Gestemaní en la noche de la cena “Velen y oren para no caer en la tentación” (Mt 26, 41). Se impone la vigilancia y la oración.
El demonio no renuncia a la posesión de nuestra alma. Si a veces parece que nos deja en paz y no nos tienta, es tna sólo para volver al asalto en el momento menos pensado. En las épocas de clama y sosiego hemos de estar convencidos de que volverá la guerra acaso con mayor intensidad que antes. Es preciso vigilar alerta para no dejarnos sorprender.
Esta vigilancia se ha de manifestar en la huida de todas las ocasiones más o menos peligrosas, en la previsión de asaltos inesperados, en el dominio de nosotros mismos, particularmente del sentido de la vista y de la imaginación; el examen preventivo, en la frecuente renovación del propósito firme de nunca más pecar, en combatir la ociosidad, madre de todos los vicios, y en otras ocasiones semejantes. Estamos en estado de guerra con el demonio y no podemos abandonar nuestro puesto de guardia y centinela, si no queremos que se apodere por sorpresa, en el momento menos pensado, de la fortaleza de nuestra alma.
Pero no basta nuestra vigilancia y nuestros esfuerzos. La permanencia en el estado de gracia, y por consiguiente, el triunfo contra la tentanción requiere una gracia eficaz de Dios, que sólo puede obtenerse por vía de oración. La vigilancia más exquisita y el esfuerzo más tenaz resultarían del todo ineficaces sin la ayuda de la gracia de Dios. Con ella, en cambio, el triunfo es infalible. Esa gracia eficaz escapa al mérito de justicia y a nadie se le debe estrictamente, ni siquiera a los mayores santos. Pero Dios ha empeñado su palabra, y nos la concederá infaliblemente si se la pedimos con la oracion revestida de las debidas condiciones: Ello pone de manifiesto la importancia excepcional de la oración de súplica. Con razón decía san Alfonso María de Ligorio, refiriéndose a la necesidad absoluta de esta gracia. “El que ora se salva y el que no ora se condena”. Ya para decidir ante la duda de un alma si había sucumbido a la tentación solía preguntarle simplemente “¿Hiciste oración pidiéndole a Dios la gracia de no caer?”. Por eso Cristo nos enseñó en el Padre Nuestro a pedirle a Dios que “no nos deje caer en tentación”. Y es muy bueno y razonable que en esta oración preventiva invoquemos también a María, nuestra buena Madre, que aplastó con sus plantas viriginales la cabeza de la serpiente infernal, y a nuestro ángel de la guarda, uno de los cuyos principales oficios es precisamente el de defendernos contra los asaltos del enemigo infernal.
Durante la tentación.- La conducta práctica durante la tentación puede resumirse en una sola palabra: resistir. No basta tener una actitud meramente pasiva (ni consentir ni dejar de consentir), sino que es menester una resitencia positiva. Pero esta resistencia positiva puede ser directa o indirecta.
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- RESISTENCIA DIRECTA es la que se enfrenta con la tentación misma y la supera haciendo precisamente lo contrario de lo que ella sugiere. Por ejemplo: empezar a hablar bien de una persona cuando nos sentíamos tentados a criticarla, dar una limosna espléndida cuando la tacañería trataba de cerrarnos la mano para una limosna corriente, prolongar la oración cuando el enemigo nos sugería acortarla o suprimirla, hacer un acto de pública manifestación de fe cuando el respeto humano trataba de atemorizarnos, etc. Esta resistencia directa conviene emplearla en toda clase de tentaciones, a excepción de las que se refieren a la fe o a la pureza, como vamos a decir en seguida.
- RESISTENCIA INDIRECTA es la que no se enfrenta con la tentación sino que se aparta de ella distribuyendo la mente a otro objeto completamente distinto. Está particularmente indicada en las tentaciones contra la fe o la castidad, en las que no conviene la lucha directa, que quizá aumentaría la tentación por lo peligroso o resbaladizo de la materia. Lo mejor en estos casos es practicar rápida y enérgicamente, pero también con gran serenidad y calma, un ejercicio mental que absorba nuestras facultades internas, sobre todo la memoria y la imaginación, y las aparte indirectamente, con suavidad y sin esfuerzo, del objeto de la tentación. Por ejemplo: recorrer mentalmente la lista de nuestras amistades en tal población, los nombres de las provincias de un país, el título de los libros que hemos leído sobre tal o cual asunto, los quince mejores monumentos que conocemos, etc. Son variadísimos los procedimientos que podemos emplear para esta clase de resistencia indirecta, que da en la práctica positivos y excelentes resultados, sobre todo si se la practica en el momento mismo de comenzar la tentación y antes de permitir que eche raíces en el alma.
A veces la tentación no desaparece en seguida de haberla rechazado, y el demonio vuelve a la carga una y otra vez con incansable tenacidad y pertinacia. No hay que desanimarse por ellos. Esa insistencia diabólica es la mejor prueba de que el alma no ha sucumbido a la tentación. Repita su repulsa una y mil veces si es preciso con gran serenidad y paz, evitando cuidadosamente el nerviosismo y la turbación. Cada nuevo asalto rechazado es un nuevo mérito contraído ante Dios y un nuevo fotalecimiento del alma. Lejos de enflaquecerse el alma con esos asaltos continuamente rechazados, adquiere nuevas fuerzas y energía. El demonio, viendo su pérdida, acabará por dejarnos en paz, sobre todo si advierte que ni siquera logra turbar la paz de nuestro espíritu, que acaso era la única finalidad intentada por él con esos reiterados asaltos.
Conviene siempre, sobre todo si se trata de tentaciones muy tenaces y repetidas manifestar lo que nos pasa al director espiritual. El Señor suele recompensar con nuevo y poderosos auxilios ese acto de humildad y sencillez, del que trata de apartarnos el demonio. Por eso hemos de tener la valentía y el coraje de manifestarlo sin rodeos, sobre todo cuando nos sintamos fuertemente inclinados a callarlo. No olvidemos que, como enseñan los maestros de la vida espiritual, tentación declarada está ya medio vencida.
- Después de la tentación. – Ha podido ocurrir únicamente una de estas tres cosas: que hayamos vencido, o sucumbido, o tengamos duda e incertidumbre sobre ello.
- SI HEMOS VENCIDO y estamos seguros de ellos, ha sido únicamente por la ayuda eficaz de la gracia de Dios. Se impone, pues, un acto de agradecimiento sencillo y breve, acompañado de una nueva petición del auxilio divino para otras ocasiones. Todo puede reducirse a esta o parecida invocación “Gracias, Señor, te lo debo todo a ti, sigueme ayudando en todas las ocasiones peligrosas y ten piedad de mí”.
- SI HEMOS CAÍDO y no nos cabe la menor duda de ello, no nos desanimemos jamás. Acordémonos de la infinita misericordia de Dios y del recibimiento que hizo al hijo pródigo, y arrojémonos llenos de humildad y arrepentimiento en sus brazos de Padre, pidiéndole entrañablemente perdón y prometiendo con su ayuda nunca más volver a pecar. Si la caída hubiera sido grave, no nos contentemos con el simple acto de contrición; acudamos cuanto antes al tribunal de la penitencia y tomemos ocasión de nuestra triste experiencia para redoblar nuestra vigilancia e intensificar nuestro fervor con el fin de que nunca se vuelva a repetir.
- SI QUEDAMOS CON DUDA sobre si hemos o no consentido, no nos examinemos minuciosamente y con angustia, porque tamaña imprudencia provocaría otra vez la tentación y aumentaría el peligro. Dejemos pasar un cierto tiempo, y cunado estemos el todo tranquilos, el testimonio de la propia conciencia nos dirá con suficiente claridad si hemos caído o no. En todo caso conviene hacer un acto de perfecta contrición y manifestar al confesor, llegada su hora, lo ocurrido en la forma que esté en nuestra conciencia, o mejor aún, en la presencia misma de Dios.