Vencer con Cristo

I Domingo de Cuaresma – Ciclo A

• Gn 2, 7-9; 3, 1-7. Creación y pecado de los primeros padres.
• Sal 50. Misericordia, Señor, hemos pecado.
• Rm 5, 12-19. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
• Mt 4, 1-11. Jesús ayuna cuarenta días y es tentado.

En el principio Dios creo todo cuanto existe, también creo al ser humano “hombre y mujer los creó” dice el libro del Génesis, y todo cuanto Dios creo era bueno y recibió la bendición de Dios. Sin embargo por envidia y seducción del demonio el hombre se apartó de la amistad con Dios, nuestros primero padres transgredieron y el mandato del Señor cayendo en con su desobediencia en el pecado, este pecado de Adán y Eva es llamado pecado original

¿Qué es y cuáles son sus consecuencias? “Es la privación de la santidad y de la justicia originales pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada «concupiscencia»)….” (Catecismo de la Iglesia Católica 405)

“…el pecado original es llamado «pecado» de manera análoga: es un pecado «contraído», «no cometido», un estado y no un acto.” (Catecismo de la Iglesia Católica 404)

¿Por qué es importante conocer esto? (Catecismo de la Iglesia Católica 407-408)

“La doctrina sobre el pecado original – vinculada a la de la Redención de Cristo – proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña «la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo» (Cc. de Trento: DS 1511, cf. Hb 2, 14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).”

Dios nos abandonó al hombre, Jesús asumiendo nuestra naturaleza humana y venciendo al tentador, se presenta como el Nuevo Adán que viene con su obediencia a restaurar lo que se había perdido. Jesús es la solución de Dios. (Catecismo de la Iglesia Católica 538-540)

“Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: «Impulsado por el Espíritu» al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían (cf. Mc 1, 12 – 13). Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él «hasta el tiempo determinado» (Lc 4, 13).

Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21  – 23) le quieren atribuir. Es por eso por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.”

Cuaresma es un tiempo de conversión, en el que como cristianos recordamos que Él ha vencido por nosotros para que nosotros venzamos con Él por la acción de su gracia a través del Bautismo y por el combate espiritual en la búsqueda de la virtud, desarrollando así la vida nueva que se nos ha dado.

“El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.” (Catecismo de la Iglesia Católica 405)

“Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno» (1Jn 5, 19; cf. 1P 5, 8), hace de la vida del hombre un combate: «A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo» (GS 37, 2).” (Catecismo de la Iglesia Católica 409)

El Señor, en su infinita misericordia, no sólo nos ha dado la vida nueva, la vida de la gracia para mantenernos firmes en nuestro peregrinaje hacia el cielo, sino que también nos enseña como se realiza ese caminar, como dar pasos firmes, para alcanzar la meta. Jesús no sólo nos da la fuerza para combatir, sino que también nos enseña cómo combatir. Y en ese combate no sólo salimos victoriosos siempre que escuchamos su voz y ponemos por obra su palabra, sino que también las heridas que los pecados personales que hayamos cometido o que otros hayan cometido contra nosotros, van sanando, estas son las llamadas «reliquias del pecado».

Y es, a parte de las heridas del pecado original, toda desobediencia a la voluntad de Dios se puede sufrir ya sea porque nosotros la cometamos y tengamos que lidiar con las consecuencias de la misma, o ya sea porque otros la han cometido y nosotros hemos resultado heridos a causa de ese mal convirtiéndonos en víctimas.

Un ejemplo del primer caso, una persona que habitualmente cae en pecados derivados de la lujuria, muchas veces se hace cada vez más insensible en sus relaciones interpersonales, puesto que los demás son vistos como objeto de satisfacción propio, el egoísmo se desarrolla, la soberbia y el afán de dominio se van profundizando, hasta el punto que poco a poco se va encerrando en sí mismo y ve que pierde el control de su voluntad porque ya no haya como decir que «no», esta persona conforme va luchando por adquirir la virtud de la castidad, no sólo buscará no caer en la impureza, sino que poco a poco irá sanando su manera de relacionarse con los demás, irá descubriendo el valor de sí y el valor del otro, irá confiándose más a Dios y a la gracia dada a través de los sacramentos y la vida de oración, porque sabe que con sus solas fuerzas no podrá hacerlo, purificará su mirada sobre el mundo, irá imitando cada vez más el modo de amar de Jesús, que busca procurar siempre el bien a todos. Así su corazón irá sanandose desde lo más profundo devolviéndole la capacidad de amar ordenadamente.

Un ejemplo del segundo caso, una persona que creció en medio de una familia en la que reinaba la violencia verbal o incluso física, de ordinario, tiende o a vivir presa del temor, encerrándose en sí mismo o también puede que tienda a repetir la historia, volviéndose a su vez violento. Al encontrarse con Cristo y su amor misericordioso, descubre su vocación de hijo de Dios y que debe esmerarse por luchar contra esa tendencia que descubre dentro de sí, procurando mantener la calma, vivir la mansedumbre y la prudencia cuando las cosas no van como quisiera, comenzará por detenerse quizás o guardar silencio, a través de la oración hará memoria de las palabras de la Sagrada Escritura, que llaman a vencer el mal a fuerza de bien, a tratar a los demás como queremos ser tratados, a amar incluso a los enemigos, a no insultar a nadie, sino que a todos devolver amor, quizás memorizará algún versículo para rumiarlo a lo largo del día; luego educando sus pensamientos y sus afectos, irá ejercitando acciones concretas en el amor buscando tratar con bondad y amabilidad a todos. No es un proceso de un día para otro, pero es el buen combate que en la fe realizamos para vivir de acuerdo a la vocación de hijos de Dios.

El buen combate de la fe, nos lo ha enseñado a combatir Cristo a lo largo de toda su vida terrena, y no sólo eso sino que nos dio la gracia que viene de lo alto para poder salir vencedores con Él. Nos queda sin embargo, una pregunta pendiente, la cual podría surgir en la mente de algunos.

“Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio» (serm. 73, 4). Y S. Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: `Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5, 20). Y el canto del Exultet: `¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!'» (s. th. 3, 1, 3, ad 3).” (Catecismo de la Iglesia Católica 412)

Que al contemplar la misericordia infinita de nuestro Padre celestial en el rostros de Jesús, también nosotros podamos ser cada vez más dóciles a la acción de su Santo Espíritu triunfando por su gracia sobre las fuerzas del pecado y de la muerte.

IMG: «Tentaciones de Jesús» de Julius Schnorr von Carolsfeld

Anexo: Del libro «Teología de la perfección cristiana» del P. Antonio Royo Marín

Conducta práctica ante las tentaciones.

Pero precisemos un poco más de lo que el alma debe hacer antes de la tentación, durante ella y después de ella. Esto acabará de completar la doctrina teórica y el adiestramiento práctico del alma en su lucha contra el enemigo infernal.

Antes de la tentación- la estrategia fundamental para prevenir las tentaciones las sugirió N. S. Jesucristo a los discípulos de Gestemaní en la noche de la cena “Velen y oren para no caer en la tentación” (Mt 26, 41). Se impone la vigilancia y la oración.

El demonio no renuncia a la posesión de nuestra alma. Si a veces parece que nos deja en paz y no nos tienta, es tna sólo para volver al asalto en el momento menos pensado. En las épocas de clama y sosiego hemos de estar convencidos de que volverá la guerra acaso con mayor intensidad que antes. Es preciso vigilar alerta para no dejarnos sorprender.

Esta vigilancia se ha de manifestar en la huida de todas las ocasiones más o menos peligrosas, en la previsión de asaltos inesperados, en el dominio de nosotros mismos, particularmente del sentido de la vista y de la imaginación; el examen preventivo, en la frecuente renovación del propósito firme de nunca más pecar, en combatir la ociosidad, madre de todos los vicios, y en otras ocasiones semejantes. Estamos en estado de guerra con el demonio y no podemos abandonar nuestro puesto de guardia y centinela, si no queremos que se apodere por sorpresa, en el momento menos pensado, de la fortaleza de nuestra alma.

Pero no basta nuestra vigilancia y nuestros esfuerzos. La permanencia en el estado de gracia, y por consiguiente, el triunfo contra la tentanción requiere una gracia eficaz de Dios, que sólo puede obtenerse por vía de oración. La vigilancia más exquisita y el esfuerzo más tenaz resultarían del todo ineficaces sin la ayuda de la gracia de Dios. Con ella, en cambio, el triunfo es infalible. Esa gracia eficaz escapa al mérito de justicia y a nadie se le debe estrictamente, ni siquiera a los mayores santos. Pero Dios ha empeñado su palabra, y nos la concederá infaliblemente si se la pedimos con la oracion revestida de las debidas condiciones: Ello pone de manifiesto la importancia excepcional de la oración de súplica. Con razón decía san Alfonso María de Ligorio, refiriéndose a la necesidad absoluta de esta gracia. “El que ora se salva y el que no ora se condena”. Ya para decidir ante la duda de un alma si había sucumbido a la tentación solía preguntarle simplemente “¿Hiciste oración pidiéndole a Dios la gracia de no caer?”. Por eso Cristo nos enseñó en el Padre Nuestro a pedirle a Dios que “no nos deje caer en tentación”. Y es muy bueno y razonable que en esta oración preventiva invoquemos también a María, nuestra buena Madre, que aplastó con sus plantas viriginales la cabeza de la serpiente infernal, y a nuestro ángel de la guarda, uno de los cuyos principales oficios es precisamente el de defendernos contra los asaltos del enemigo infernal.

Durante la tentación.- La conducta práctica durante la tentación puede resumirse en una sola palabra: resistir. No basta tener una actitud meramente pasiva (ni consentir ni dejar de consentir), sino que es menester una resitencia positiva. Pero esta resistencia positiva puede ser directa o indirecta.

    1. RESISTENCIA DIRECTA es la que se enfrenta con la tentación misma y la supera haciendo precisamente lo contrario de lo que ella sugiere. Por ejemplo: empezar a hablar bien de una persona cuando nos sentíamos tentados a criticarla, dar una limosna espléndida cuando la tacañería trataba de cerrarnos la mano para una limosna corriente, prolongar la oración cuando el enemigo nos sugería acortarla o suprimirla, hacer un acto de pública manifestación de fe cuando el respeto humano trataba de atemorizarnos, etc. Esta resistencia directa conviene emplearla en toda clase de tentaciones, a excepción de las que se refieren a la fe o a la pureza, como vamos a decir en seguida.
    2. RESISTENCIA INDIRECTA es la que no se enfrenta con la tentación sino que se aparta de ella distribuyendo la mente a otro objeto completamente distinto. Está particularmente indicada en las tentaciones contra la fe o la castidad, en las que no conviene la lucha directa, que quizá aumentaría la tentación por lo peligroso o resbaladizo de la materia. Lo mejor en estos casos es practicar rápida y enérgicamente, pero también con gran serenidad y calma, un ejercicio mental que absorba nuestras facultades internas, sobre todo la memoria y la imaginación, y las aparte indirectamente, con suavidad y sin esfuerzo, del objeto de la tentación. Por ejemplo: recorrer mentalmente la lista de nuestras amistades en tal población, los nombres de las provincias de un país, el título de los libros que hemos leído sobre tal o cual asunto, los quince mejores monumentos que conocemos, etc. Son variadísimos los procedimientos que podemos emplear para esta clase de resistencia indirecta, que da en la práctica positivos y excelentes resultados, sobre todo si se la practica en el momento mismo de comenzar la tentación y antes de permitir que eche raíces en el alma.

A veces la tentación no desaparece en seguida de haberla rechazado, y el demonio vuelve a la carga una y otra vez con incansable tenacidad y pertinacia. No hay que desanimarse por ellos. Esa insistencia diabólica es la mejor prueba de que el alma no ha sucumbido a la tentación. Repita su repulsa una y mil veces si es preciso con gran serenidad y paz, evitando cuidadosamente el nerviosismo y la turbación. Cada nuevo asalto rechazado es un nuevo mérito contraído ante Dios y un nuevo fotalecimiento del alma. Lejos de enflaquecerse el alma con esos asaltos continuamente rechazados, adquiere nuevas fuerzas y energía. El demonio, viendo su pérdida, acabará por dejarnos en paz, sobre todo si advierte que ni siquera logra turbar la paz de nuestro espíritu, que acaso era la única finalidad intentada por él con esos reiterados asaltos.

Conviene siempre, sobre todo si se trata de tentaciones muy tenaces y repetidas manifestar lo que nos pasa al director espiritual. El Señor suele recompensar con nuevo y poderosos auxilios ese acto de humildad y sencillez, del que trata de apartarnos el demonio. Por eso hemos de tener la valentía y el coraje de manifestarlo sin rodeos, sobre todo cuando nos sintamos fuertemente inclinados a callarlo. No olvidemos que, como enseñan los maestros de la vida espiritual, tentación declarada está ya medio vencida.

  • Después de la tentación. – Ha podido ocurrir únicamente una de estas tres cosas: que hayamos vencido, o sucumbido, o tengamos duda e incertidumbre sobre ello.
    1. SI HEMOS VENCIDO y estamos seguros de ellos, ha sido únicamente por la ayuda eficaz de la gracia de Dios. Se impone, pues, un acto de agradecimiento sencillo y breve, acompañado de una nueva petición del auxilio divino para otras ocasiones. Todo puede reducirse a esta o parecida invocación “Gracias, Señor, te lo debo todo a ti, sigueme ayudando en todas las ocasiones peligrosas y ten piedad de mí”.
    2. SI HEMOS CAÍDO y no nos cabe la menor duda de ello, no nos desanimemos jamás. Acordémonos de la infinita misericordia de Dios y del recibimiento que hizo al hijo pródigo, y arrojémonos llenos de humildad y arrepentimiento en sus brazos de Padre, pidiéndole entrañablemente perdón y prometiendo con su ayuda nunca más volver a pecar. Si la caída hubiera sido grave, no nos contentemos con el simple acto de contrición; acudamos cuanto antes al tribunal de la penitencia y tomemos ocasión de nuestra triste experiencia para redoblar nuestra vigilancia e intensificar nuestro fervor con el fin de que nunca se vuelva a repetir.
    3. SI QUEDAMOS CON DUDA sobre si hemos o no consentido, no nos examinemos minuciosamente y con angustia, porque tamaña imprudencia provocaría otra vez la tentación y aumentaría el peligro. Dejemos pasar un cierto tiempo, y cunado estemos el todo tranquilos, el testimonio de la propia conciencia nos dirá con suficiente claridad si hemos caído o no. En todo caso conviene hacer un acto de perfecta contrición y manifestar al confesor, llegada su hora, lo ocurrido en la forma que esté en nuestra conciencia, o mejor aún, en la presencia misma de Dios.