3. María, modelo de santidad

«¡Salve santa María, espejo sin mancha! En ti la Iglesia contempla la purísima imagen de su gloria futura»[1]

Si Nuestra Buena Madre, la gloriosa siempre Virgen María, en cuanto mediadora de todas las gracias es sumamente importante en la vida espiritual del cristiano por la comunicación de bienes que hace, no es menos importante su ejemplo como modelo de santidad. Cuando hablamos de la ejemplaridad de María en la espiritualidad cristiana nos referimos al modo en que colaborando a la acción de la gracia en su vida, vivió una vida virtuosa abriéndose por la oración a las mociones del Espíritu Santo.

«Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que Él realizó.

La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena configuración con él.»[1]

Hay quien dice que siente una devoción mayor por santos y hombres de la Biblia que han tenido un pasado en el que se han visto envueltos en algún pecado “grueso” y que luego han entrado en la conversión que por la Santísima Virgen María. Dicen “ellos sí son como yo, la Virgen claro es importante pero ¿qué sabe ella de la lucha contra el pecado y del amor misericordioso de Dios?”

Y de alguna manera hacen creer que la ausencia de pecado en B.V. María pone una distancia insalvable entre ella y el resto de la humanidad como si ella no hubiera hecho experiencia de la misericordia del Padre.

En primer lugar, hemos de decir que ciertamente ella por una gracia especial fue preservada del pecado en atención a su vocación santísima de ser la Madre del Salvador, esto no quiere decir que no haya gozado de la misericordia de Dios, al contrario, ella la ha gozado en una manera excelente. Puesto que el Señor la hizo partícipe de su redención desde el momento de su concepción.

Quizás nos sean iluminadoras unas palabras de santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía cuando reflexionaba como el Señor le había preservado de caer en los grandes males en que a veces una persona cae en su juventud:

«Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡qué duda cabe de que ese hijo le sobran motivos para amar a su padre! Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que é y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha libreado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si le hubiese curado…Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía más?

Pues bien, yo soy  esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA cómo me ha amado él a mí, con un amor de inefable prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura!…»[2]

Ahora bien, si estas palabras las dice una joven que nunca conoció el pecado mortal según se lo dijo su primer confesor, cuánto más podría decirse de María, quien fue preservada no sólo del pecado mortal y venial sino incluso del pecado original. Ella ha hecho ciertamente una experiencia sin igual de la misericordia de Dios.

Sobre el argumento que ella no sabría que es sufrir a causa del pecado y desconoce por tanto lo duro que es luchar contra él, podríamos decir, que el pecado no sólo lo sufre quien lo comete, sino también aquellos que se encuentran a su alrededor, o ¿acaso no sufren los hijos un padre que se lleva dejar por la ira? ¿acaso no sufre una mujer cuando su esposo es un adúltero? ¿acaso no sufre un empleado cuando su jefe lo maltrata? ¿acaso no sufre toda una sociedad cuando un funcionario público roba el dinero que se había destinado para la construcción de un hospital? Por ello se dice que el pecado “salpica” porque hace sentir sus efectos a quienes se encuentran cerca del pecador.

¡Cuánto habrá sufrido la Madre del Cordero inocente y sin mancha que ha venido para quitar el pecado del mundo! ¡cuánto dolor al ver como los enemigos del Señor tramaban toda suerte de trampas contra Él! ¡Cuánto dolor cuando fue capturado y llevado al tribunal acusado de crímenes que no cometió! ¡cuánto dolor al verlo sufrir la vía dolorosa y la muerte en Cruz! ella más que cualquiera de nosotros ha sufrido a causa del pecado y desde ese sufrimiento combatió perseverando hasta el pie de la cruz, colaborando en silencio al misterio de la redención de la humanidad.

Hasta aquí hemos visto la figura de la Santísima Virgen con relación al pecado, pero la vida cristiana es más que un combatir contra el pecado, sabemos que la vocación cristiana es la de dar Gloria al Padre con una vida de santidad y el santo, no sólo aborrece y lucha contra el pecado, sino ante todo busca crecer en el amor, recordemos que la santidad en pocas palabras se define como la perfección de la caridad[3].

¿Qué es la caridad? El Catecismo de la Iglesia nos enseña que es “la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.”[4]. En cuanto virtud teologal decimos que es un don de Dios infundido en nuestra alma el día del Bautismo en virtud de la gracia por el cual participamos de su amor de un modo especial, para que le amemos a Él y a nuestro prójimo con los mismos sentimientos, resoluciones e intenciones del Corazón de Jesús, cumpliendo así su mandamiento “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12)

Ahora bien, si esta virtud tiene su origen en el amor de Dios, que es infinito, esto significa que siempre podemos crecer en ella, a nuestro crecimiento en el amor el único límite que existe es el que nosotros le pongamos.

La B.V. María al igual que todos los hombres recibió la gracia de Dios, es más, el ángel en la anunciación la llama “la llena de gracia”, y esto virtud de su Maternidad divina. Sin embargo, esto no significa que su caridad hubiese llegado a un estado en el que no podía crecer más ya que siempre podemos crecer en el amor, por lo que al no oponer obstáculo alguno, ya que era la Inmaculada, es la persona humana que mejor dispuesta estaba para crecer en la caridad y así lo hizo, por ello los cristianos de rito oriental la llamarán “Panagia” que en griego significa “la toda santa”.

La gracia puede y debe crecer en el alma fiel mientras se encuentra en status viator, mientras se camina en estado de viador como peregrina hacia el cielo. En esta vida la unión con Dios Uno y Trino debe ser cada vez más íntima, y esto se puede hacer de tres maneras: en razón de nuestras buenas obras, por vía de los sacramentos y por medio de la oración[5]

Veamos pues como María santísima es para nosotros modelo de santidad, en cuanto crecimiento en la caridad.

En un primer modo, ella creció en gracia por el ejercicio de las buenas obras que no es otra cosa sino el vivir una vida virtuosa. Sus obras eran objetivamente excelentísimas sea que se desarrollaran en un plano contemplativo durante su infancia y niñez  o en un plano activo de servicio a su Hijo a lo largo de su vida y de modo especial durante su ministerio público, y también durante el período que acompañó a la Iglesia apostólica hasta su gloriosa Asunción[6].

Y lo fueron de modo objetivo, porque lograban su fin, y de modo subjetivo, porque estaban informadas por la caridad[7], esto quiere decir que ella hacía siempre el bien a los demás para gloria y alabanza del Padre, lo hacía porque amaba (y ama en el cielo) a Dios.  Al ser la llena de gracia, no habrían obstáculos que le impidieran entrar en una comunión cada vez más profunda con Dios.

«Desde su concepción Inmaculada a su gloriosa Asunción…no hubo una sola hora, un solo momento, un solo instante, en que no hayan aumentado sus méritos. Casi sin interrupción de ninguna clase, con la mente fija en Dios, pensaba en cosas divinas, y, conservando el pleno dominio de sus actos, no padecía jamás distracción alguna, ni siquiera involuntaria. Cooperaba continuamente, de manera admirable, a la gracia divina. Todos los instantes de la vida de la Virgen, pues, fueron meritorios en el grado más perfecto.»[8]

El crecimiento en la virtud no se realiza sólo por un mayor número de actos sino también por una mayor intensidad en los mismos, y siguiendo el principio según el cual, la caridad en la vida de los santos se acentúa más cuanto más se acercan a Dios, se puede afirmar que en María Santísima dicho crecimiento se producía rápida y aceleradamente, por eso ella amaba cada vez más intensamente a Dios y al prójimo.

Ahora bien, la caridad no crece por voluntad humana sino por voluntad divina puesto que viene de Dios, no obstante esto, el hombre colabora de dos maneras: por mérito y por disposición a recibirla y de estos dos modos colaboró siempre la Madre del Salvador.[9]

Sobre su crecimiento por vía sacramental se ha de reconocer que no hay documentos históricos que demuestren que la B.V. María recibió los sacramentos según la práctica actual de los mismos, a veces escuchamos incluso este argumento de hermanos no católicos cuando nos cuestionan sobre la práctica de los sacramentos, nos dicen “¿Dónde dice en la Biblia que María o los apóstoles fueron confirmados o que fueron a Misa?”

Aunque podríamos hablar desde un punto de vista apologético refiriéndonos a la práctica de las primeras comunidades según los Hechos de los Apóstoles y las cartas de san Pablo, así como la Última Cena, este discurso es limitado para hablar del caso de la que llevó a Jesús en su vientre.

Recordemos que los sacramentos “son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina”[10] Nuestro Señor ha querido dejarnos signos sensibles, que podemos percibir por nuestros sentidos, para comunicarnos su gracia la cual es invisible; pero mientras Él estaba presente ¿qué necesidad había de ellos? ¡¿Qué signo más grande que ver al mismo Dios que se hizo hombre como nosotros?!

“Cristo es El mismo el Misterio (Sacramento) de la salvación…La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia”[11]

Por ello, aunque no veamos en la Biblia que ella fuese bautizada o ungida con el santo crisma ello no nos turba, ¡es que ella vivió algo mucho mayor! ¡ella tuvo contacto con el mismo Jesucristo, cuya humanidad es el Sacramento por excelencia! ¡ella lo llevó en sus entrañas! ¡Podemos decir que lo que a nosotros se nos oculta en el santo Sacrificio de la Misa ella lo contempló con sus propios ojos! Él le habrá porfiado innumerables gracias mientras lo lleva en su vientre, mientras vivió junto a ella y aún mientras le seguía cuando predicaba anunciando la Buena Nueva. Lo mismo podríamos decir de su relación con el Espíritu Santo, pues obró en ella al cubrirla con su sombra al engendrar en ella al mismo Jesús, y como si esto fuera poco, también los Hechos de los Apóstoles nos confirman su presencia en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14)

Sobre el tercer modo de desarrollo de la gracia, es decir, la oración, ésta, tiene su fundamento en la infinita bondad de Dios y en la caridad ferviente del alma fiel, se trata de que por medio de la oración el hombre pide a Dios la gracia de vivir en santidad, ha de acudir a Él en los momentos difíciles, ha de ser agradecidos en los tiempos de dicha, ha de reconocer su grandeza en la adoración, y si cae ha de pedir perdón por su falta.

En el caso de nuestra Buena Madre podríamos decir que:

«…la oración de María era, desde su infancia, no sólo muy meritoria, sino que tenía un valor impetratorio (de súplica) que no podríamos apreciar, pues era proporcional a su humildad, a su confianza y la perseverancia de su no interrumpida generosidad, siempre en aumento. Obtenía, pues, conforme a estos principios certísimos, un amor cada vez más puro y más intenso.»[12]

Ya nos bastaría meditar su oración en el Magníficat, sus actitudes de recogimiento interior cuando se nos dice que meditaba las cosas de la vida de su Hijo en su corazón, la súplica en favor de otros como en las Bodas de Caná, o el silencio de su contemplación en el Calvario.

«María no dirige autónomamente su vida: espera que Dios tome las riendas de su camino y la guíe donde Él quiere. Es dócil, y con su disponibilidad predispone los grandes eventos que involucran a Dios en el mundo. El Catecismo nos recuerda su presencia constante y atenta en el designio amoroso del Padre y a lo largo de la vida de Jesús (cfr. CCE, 2617-2618).

María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí”, de muchas obediencias confiadas, de muchas disponibilidades a la voluntad de Dios. No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios…«María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Así el evangelista Lucas retrata a la Madre del Señor en el Evangelio de la infancia.

Todo lo que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de alegría, como los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón, para que pase la criba de la oración y sea transfigurado por ella. Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios.

Algunos han comparado el corazón de María con una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por la paciente acogida de la voluntad de Dios a través de los misterios de Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre!

Con el corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.»[13]

Es imposible para nosotros conocer hasta que punto se desarrolló la gracia en la B.V. María hacia el final de su vida terrena, pero sí sabemos que debe haber sido en modo superlativo puesto que ya desde sus inicios era sumamente especial en atención a la Encarnación del Hijo de Dios.

IMG: «Inmaculada» de Murillo

[1] San Juan Pablo II, Audiencia General, 3 de septiembre de 1997

[2] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un Alma, MscA 36v

[3] Cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n.40

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1822

[5] A. Royo Marín, La Virgen María.Teología y espiritualidad marianas. BAC, Madrid 1968, p. 252

[6] Cf. A. Royo Marín, La Virgen María.Teología y espiritualidad marianas  p. 253.

[7] Cf.   A. Royo Marín, La Virgen María.Teología y espiritualidad marianas p 254.

[8]  A. Royo Marín, La Virgen María.Teología y espiritualidad marianas p. 255.

[9] Cf. A. Royo Marín, La Virgen María.Teología y espiritualidad marianas, p. 259.

[10] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1131

[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 774

[12]  Reginald Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador y Nuestra Vida Interior, p.90 .

[13] Papa Francisco, Audiencia General, 18 de noviembre de 2020