Anunciación del Señor

25 de marzo

Solemnidad

-Is 7, 10-14; 8, 10b. Mirad: la virgen está encinta.

-Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

-Hb 10, 4-10. Así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí: para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad.

†Lc 1, 26-38. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo.

En este día la Sagrada Liturgia nos muestra un ejemplo precioso de como las promesas del Antiguo Testamento se realizan en Jesucristo. La primera lectura tomada del profeta Isaías se encuentra en el marco de lo que se conoce como “el libro del Emmanuel” el cual trata sobre el Mesías futuro.

Ciertamente las palabras dichas por el profeta a Acaz tienen una realización inmediata en su hijo Ezequías, sin embargo, la Tradición de la Iglesia ha leído en este oráculo la promesa del mesías salvador, Jesucristo, el cual nacería de la siempre virgen María.

Este pasaje del profeta tiene un contexto particular, el Reino de Salomón se había dividido en dos luego de las pugnas entre su hijo Roboam y otro israelita llamado Jeroboam: el reino Judea al sur y el reino Israel al norte, también conocido como Efraín.

El imperio de los Asirios se estaba expandiendo y para hacerle frente el reino del norte se alió con los sirios, en ese contexto el Rey de Judea estaba debatiéndose si debía integrarse a la alianza o no, Isaías es enviado por el Señor con la misión de recordarle a Acaz que no debía de aliarse con ellos, que su refugio estaba en Dios, que no debía de temer porque la victoria no venía de observar alianzas humanas sino de la fidelidad a la Alianza establecida con Él.

En ese marco es que el profeta le dice a Acaz que le pida un signo al Señor de que su reino no caerá si se fía sólo de Él y rechaza unirse a la alianza asirio-efraimita. El Rey se niega a hacerlo poniendo como excusa el no querer tentar a Dios, mostrando así una mezcla de soberbia con temor ante la invasión y como estaba considerando seriamente unirse a la alianza de los otros dos reinos, por ello Isaías lo reprende porque no confía en la palabra que le es anunciada: “Escucha, casa de David: ¿no os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios?” (Is 7, 13). Y va más allá pues Dios, que es infinitamente misericordiosos, le da un oráculo para que vea que su palabra se cumplirá, diciendo “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel.” (Is 7, 14).

A partir de este texto podríamos examinar cómo está nuestra confianza en el Señor, a través de la vivencia de la virtud de la esperanza, recordemos que por definición ésta es una disposición firme y estable infundida por Dios en el alma por la cual “aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”[1]

¿Vivo como uno que confía en Dios o vivo poniendo mi confianza sólo en medios humanos sin referirlas al Altísimo? No está mal el planear cosas a futuro, pero hemos de recordar siempre referirlas a Dios como fin y ponerlas en sus manos.

En el fondo el cristiano no busca una mera autorrealización personal porque sabe bien que la felicidad no se la da a sí mismo, sino que busca la realización del proyecto de Dios para su vida, pues así desarrollará hasta su plenitud todas las gracias que le han sido concedidas, llegando a vivir una vida en comunión cada vez más íntima y plena con Dios, y en Él con todos los miembros de la Iglesia, hasta que llegue el día en el que beatamente pueda contemplarlo cara a cara, alabándolo con los ángeles y los santos en la patria celestial.

La profecía del Antiguo Testamento tiene su realización plena en María santísima, en su sí, que dio paso a la Encarnación del Hijo de Dios. Con ello, en la humilde doncella de Nazaret, se nos revela la colaboración activa que tiene el hombre en la historia de la salvación. Podría parecer poco para algunos pero sus palabras “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38) encierran la grandeza de la libertad del hombre, que descubre en la voluntad de Dios el Amor que no falla, el Amor que engrandece, el Amor que salva, el Amor que da la vida.

«La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos.

Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gn 3, 15).

Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is 7, 14; Mi 5, 2 – 3; Mt 1, 22 – 23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne»[2]

Ahora bien, viendo la profecía de Isaías ante el acontecimiento de Cristo sabemos que la salvación no viene de meras elucubraciones humanas, sino del acto de amor supremo que Jesucristo realizará. Él viene al seno de la Virgen para nacer pobre y humilde en el portal de Belén, y un día ese Divino Niño ya adulto predicará por los caminos del reino de Israel, dando signos y prodigios, revelándose como el Mesías salvador, mostrándonos el amor infinito del Padre Eterno, derramando su sangre en la Cruz nos obtendrá el perdón de los pecados, y no bastando esto con su resurrección nos llama también a nosotros a una nueva vida, aquella propia de los hijos de Dios, es más, luego de subir a los cielos y sentarse a la derecha del Padre para interceder por nosotros, nos deja su Espíritu Santo para animar a la Iglesia naciente y continuar su plan de salvación para que se extienda a todos los pueblos hasta que regrese al final de los tiempos.

Que este día sea para nosotros un momento en el que tomados de la mano de la Madre del Salvador y Madre nuestra podamos crecer en la confianza plena en nuestro Señor, esperanza que se basa en la experiencia de saberse amado por un Amor que no falla, que no traiciona, sino que antes bien, transforma, eleva y nos ensancha el corazón.

IMG: Detalle de la «Anunciación» de Murillo

De las homilías de san Bernardo, abad, sobre las excelencias de la Virgen Madre

TODO EL MUNDO ESPERA LA RESPUESTA DE MARÍA

Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.

Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida.

Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies.

Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.

Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.

¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.

Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción abre por el consentimiento.

Aquí está —dice la Virgen— la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra.

[1] Catecismo de la Iglesia Católica n. 1817

[2] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n.55