¡Abrid las puertas al Rey de la Gloria!

Domingo de Ramos

• Mt 21, 1-11. Bendito el que viene en nombre del Señor. Misa
• Is 50, 4-7. No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
• Sal 21. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
• Flp 2, 6-11. Se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo.
• Mt 26, 14-27, 66. Pasión de nuestro Señor Jesucristo.

“Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y entrar por las puertas de la ciudad” (Ap 22, 14)

Comenzamos la semana santa, la semana mayor, la semana en que conmemoramos en la Sagrada Liturgia la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte.

Recordamos, celebramos y nos unimos al gran evento salvador de nuestro Rey y Señor. Él no es como los reyes de este mundo, no llega en grandes corceles galopantes e imponentes, sino montando un burrito sencillo, no tiene un cetro de poder en su mano, sino dos clavos; no se sienta en un trono sumamente decorado, sino que es exaltado en el leño de una cruz; no usa en su cabeza una corona hecha de oro sino de espinas, incluso no usa vestidos vistosos ni se adorna con piedras preciosas, sino que podríamos decir que lleva la piel de nuestra humanidad asumida para la salvación de todos los hombres.

De ese modo nuestro Rey se ha puesto en el frente de batallas para combatir por nosotros, de ese modo ha vencido en la Cruz, de ese modo libre y voluntariamente a donado su vida para que nosotros pudiéramos vivir, de ese modo ha triunfado el amor.

Esta semana estamos por hacer nuevo presente el cumplimiento de las promesas hechas desde antiguo a nuestros primeros padres, el cumplimiento de las profecías, la llegada de lo que tantos hombres de buena voluntad habían anhelado.

Dispongámonos pues a ser testigos y testimonio vivo de aquel gran acontecimiento de la historia de la salvación en la que hemos sido insertados por el bautismo, abramos nuestro corazón a la gracia para que al contemplar los misterios de nuestra redención retomemos nuevas fuerzas y ánimo para vivir la vida de gracia, la vida eterna, la vida de Cristo que nos ha sido dada por su pasión, muerte y resurrección.

La entrada triunfante de Jesús en la ciudad de David que hemos recordado con nuestra procesión inicial manifiesta la llegada del Reino que este Rey-Mesías llevará a cabo mediante el misterio de su Pasión, Muerte y Resurección, nos enseña el Catecismo de la Iglesia que Jesús “no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los ‘pobres de Dios’que le aclamaron como los ángeles lo anunciaron a los pastores” (n.559) esta aclamación continúa a resonar en los corazones de sus fieles en cada santa Misa cuando unidos a la Iglesia triunfante y a los ángeles entonamos el “Sanctus” y decimos “Bendito el que viene en nombre del Señor”, es una aclamación que canta la misericordia y compasión de Aquel que se hizo hombre como nosotros, para hacernos por adopción lo que Él es por naturaleza, hijos de Dios.

“La turba le decía estas loas: Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. La envidia de los príncipes de los judíos ¿qué cruz de la mente podía tolerar cuando tamaña multitud aclamaba como a rey suyo a Cristo? Pero ¿qué significó para el Señor ser el Rey de Israel? ¿Qué grandeza fue para el rey de los siglos ser hecho rey de los hombres? En efecto, Cristo es el Rey de Israel no para exigir tributo o armar con espada a un ejército y derrotar visiblemente a los enemigos; sino que es el Rey de Israel para gobernar las almas, para cuidarlas eternamente, para conducir al reino de los cielos a quienes creen, esperan y aman. Que, pues, el Hijo de Dios, igual al Padre, Palabra mediante la que todo se hizo, haya querido ser el Rey de Israel, es dignación, no promoción; es indicio de compasión, no aumento de potestad, ya que, quien en la tierra fue nominado el Rey de los judíos, en el cielo es el Señor de los ángeles.”

San Agustín, Tratados sobre el evangelio de san Juan, 51, 4

A lo largo de su ministerio público Jesús anunció tres veces su Pasión y su resurrección, el camino hacia Jerusalén se ve marcado por una actitud profética pues evoca el martirio de aquellos primeros hombres que fueron elegidos por Dios para llamar a la conversión a su Pueblo, es más, Jesús nos revela la profundidad del amor de Dios que ha querido tantas veces atraerlo con lazos de misericordia hacia sí, llegando incluso en alguna ocasión a derramar lágrimas al contemplar a Jerusalén y no encontrar sino rebeldía y obstinación, con que ternura exclamó contemplandola “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mt 23, 37) y otra ocasión le diría “Si también tu conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 21-42)

¡Cuántas veces nuestros corazones se han enfriado, entibiecido o incluso endurecido a causa del pecado y nuestra obstinación en él!: juicios, murmuraciones, precipitación, avaricia, egoísmos, pereza, odios, violencia, idolatrías, lujuria en sus diversas manifestaciones, indiferencia, conformismo, y quien sabe cuántos escándalos! ¡cuántas veces nos convertimos nosotros en imagen no de la Jerusalén celeste sino de aquella Jerusalén terrena que no supo reconocer el paso de su Señor y nos resistimos a entrar en la conversión!.

¡Cuántas excusas “yo no robo, yo no mato, yo no soy adúltero, etc.”! como si la vida cristiana fuese de mínimos, un huir del infierno no más, sólo un evitar el pecado mortal, cuando sabemos que nuestra vocación de hijos de Dios es un aspirar siempre a cumplir “la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 12, 2) ¡cuántas veces hemos entristecido el corazón de Cristo hasta el punto de hacerlo derramar lágrimas por nosotros cuando Él solamente ha querido amarnos y que tengamos vida en abundancia!

Y no obstante todo esto, hoy al seguir a Cristo en su entrada Jerusalén, al contemplar hoy con profunda reverencia su Pasión, no hacemos memoria simplemente de un hecho del pasado, sino recordamos que esos sufrimientos nos abren una esperanza de futuro, que su Pasión y Muerte tienen un carácter redentor, que por ellas hemos sido rescatados de las fauces del infierno y nos ha sido concedida la gracia que nos da una nueva vida arrancándonos de las garras del pecado y de la muerte.

“Jesús al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres los amó hasta el extremo porque nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efectos, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar”

Catecismo de la Iglesia Católica 609

¡Cómo no conmovernos al escuchar en el Evangelio de hoy los ultrajes que padeció, los gritos, los escupitazos, los insultos, los golpes, los flagelos, los clavos, etc.! ¡Cómo no conmovernos al reconocer que eso fue el culmen de lo que vivió toda su vida desde niño! Al ver todo aquello ciertamente reconocemos nuestras culpas, pero debemos aprender a ver más allá, purificados nuestros ojos por las lágrimas de dolor por nuestros pecados hemos de reconocer sobre todo la gran misericordia con la que latió su Corazón sacratísimo.

“Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvados del castigo! Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida! Y no solo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.” Rm 5, 8-11

Al contemplar el amor de Cristo en las Palabras hagamos nuestras las palabras de un cristiano del siglo VIII

“Corramos, pues, con el que se dirige con presteza a la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, tapices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo sus pies nuestras propias personas, con un espíritu humillado al máximo, con una mente y un propóstio sinceros, para que podamos así recibir la Palabra que viene a nosotros dar cabida a Dios, a quien nadie puede contener”

San Andrés de Creta, Disertación 9: sobre el Domingo de Ramos

Por eso con el corazón inflamado de amor arrepintámonos de nuestros pecados y volvámonos hacia el Señor, si un día los niños hebreos salieron con ramos de olivo al encuentro del Hijo de Dios, hoy nosotros también nos presentamos ante Él ofreciéndole las palmas espirituales de nuestros corazones contritos que quieren corresponder a su amor misericordioso.

Con alegría, júbilo y gozo sigamos al Cordero de Dios, ya no hacia un reino humano sino al Reino de los Cielos, ya no hacia una ciudad construída por manos humanas sino hacia la Jerusalén celeste, vayamos con Él al Calvario para luego resucitar con Él a la vida eterna. Así cuando llegue al final nuestro peregrinar por esta tierra podamos un buen día ¡un dichoso día! ¡un glorioso día! ir con Él a la casa del Padre en espera de la resurrección futura ahí dónde  Él “enjugará toda lágrima de sus ojos, ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor” (Ap, 21 4)

¡Alabado sea Jesucristo!

IMG: «Entrada de Jesús en Jerusalén» de Pietro Lorenzetti

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