Congregados en el Amor

Martes Santo

  • Is 49, 1-6. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
  • Sal 70. Mi boca contará tu salvación, Señor.
  • Jn 13, 21-33.36-38. Uno de vosotros me va a entregar. No cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces.

El segundo cántico del Siervo sufriente nos abre el campo a la misión salvífica de Cristo, luz que viene a disipar toda tiniebla, que viene a iluminar todo lo que encuentra en su camino, que viene revelar la verdad de todas las cosas.

El plan del Señor alcanza a todos los hombres, tiene una dimensión universal, ya en otras ocasiones hemos escuchado que su voluntad es que “todos los hombres y lleguen al conocimiento de la verdad” y la verdad sobre la excelencia de la vocación a la que han sido llamados la encuentran en Jesús, parafraseando a los padres conciliares en el Vaticano II, en Cristo, Dios revela al hombre lo que el hombre realmente es.

«La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, “imagen de Dios invisible” (Col   1,15), “resplandor de su gloria” (Hb   1,3), “lleno de gracia y de verdad” (Jn   1,14): Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn   14,6). (…) Jesucristo, “luz de los pueblos”, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por Él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cfr Mc   16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio»

San Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 2

Y parecería paradójico hablar que la voluntad de Dios es que todos se salven, y luego escuchar decir a Cristo acerca de Judas “más le valiera no haber nacido” o escuchar discursos acerca del infierno y la condenación eterna de algunas almas, ¿cómo se compagina eso?

Todo se entiende bajo la luz del amor, el cual exige el ejercicio de la voluntad. Dios respeta nuestras elecciones, Él quiere nuestro bien, y el mejor bien posible en cada caso, para alcanzarlo basta que le secundemos haciendo su voluntad. Pero existe también la posibilidad de rechazarlo en virtud de nuestro libre albedrío, porque el amor verdadero exige la libertad, sino no puede llamarse amor.

El hombre que elige el mal ciertamente no usa su libertad, sino que actúa esclavo del pecado y del desorden interior que este desata, la libertad sólo es tal cuando tiende al bien, y se ejercita cuando elige entre dos bienes posibles. Ser verdaderamente libres es por tanto parte del plan de Dios, porque solo quién es libre puede hacer la voluntad de otro, no movido por el miedo o el vicio sino por el amor, porque descubre en él a alguien que le procura un bien.

Al anunciar el Evangelio los cristianos buscamos presentar a Jesús, como el Hijo de Dios que asumió nuestra naturaleza humana para rescatar a los que estábamos perdidos a causa del pecado y sus consecuencias. Presentamos su vida, su entrega, sus hechos y prodigios, pero sobre todo nos gloriamos en anunciar el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección, nos gloriamos de proclamar al mundo que, a través de la Cruz, Jesús realizó el acto más grande amor que alguien podría haber hecho por todos y cada uno de nosotros, y llenos de gozo continuamos anunciar, que el sepulcro está vacío, que la muerte vencida, y que en la resurrección de Cristo también se ha inaugurado una nueva vida a la cual todos estamos invitados.

Al anunciar su  Palabra que nos invita a la conversión, lo hacemos como una llamada a la vida plena en el amor, buscamos que el mundo descubra en el mensaje de Cristo el bien que Dios ha pensado para la humanidad, que descubra que significa ser hijos en el Hijo. Nuestros esfuerzos se encaminan a corresponder a ese amor primero con el cual Dios nos amó en el Corazón de Jesús, el eterno y misericordioso salió a nuestro encuentro para que aprendiéramos lo que significa realmente amar, buscamos llegar a reproducir en nosotros, los mismos pensamientos, sentimientos y deseos del Corazón en el que el amor del hombre latió al unísono con el de Dios.

La profecía acerca del Siervo de Dios que congregaría en sí a todos los Pueblos, ciertamente se cumple en la hora de la gloria de Jesús, cuando crucificado se entregará por amor, cuando su Corazón abierto por la lanza nos manifestará las gracias de Bautismo y la Eucaristía, por el primero pasamos a formar parte del nuevo Israel, el nuevo Pueblo de Dios, por la segunda nos congregamos para darle gloria y alabanza por las maravillas que ha realizado en nosotros. En Cristo hemos sido convocados de todos los extremos de la tierra, hemos sido reunidos en el amor del Señor, ¿somos conscientes de esta nuestra vocación de ser signo de comunión?

Al contemplar en el santo Evangelio a Cristo reunidos en la mesa con sus apóstoles descubrimos al Buen Pastor congregando a su rebaño, reunidos en la intimidad de un ambiente de familia, en esa ocasión vemos el anuncio de dos traiciones, la de Judas y la de Pedro, sabemos que el desenlace de ambos será diferente, el primero caerá en la desesperación mientras que el segundo entrará en la conversión a tal punto de que incluso sufrirá la máxima identificación con Cristo en el martirio.

Cae la noche, la oscuridad se aproxima, está llegando la hora de la Pasión y Muerte de Jesús, y qué busca Él, cumplir siempre la voluntad del Padre, continúa a amar, y que gesto más hermoso, el Señor da de comer de su plato a aquel que lo iba traicionar, vuelve a invitarlo a la comunión con Él y sin embargo, Judas la rechaza, puesto que si bien comió aquel bocado no fue para su salvación sino para lo contrario.

Jesús nos ofrece su mano una y otra vez, nos quiere a traer hacia sí por la vía del amor, también como de Juan quiere hacer discípulos amados, también nosotros podemos llegarnos a Él y recostarnos en su pecho y descubrir los misterios de su Corazón, los misterios del amor que se entregó hasta inmolarse en el madero de la Cruz, los misterios de la misericordia divina que sana y restaura los corazones destrozados por el pecado

“Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas. Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss).

Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo. Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús”

Joseph Ratzinger, Jesus de Nazareth II

Amado Jesús, concédeme la gracia de saber reconocer tu presencia en mi vida, esa presencia que ilumina todo mi ser, mi obrar, mi pensar, mi hablar y mi sentir, disipa toda tiniebla que pueda querer habitar en mi corazón. Jesús por la fuerza de tu amor misericordioso transforma mi historia, que sepa descubrir en la fe de la Iglesia que me fue transmitida por mis padres el día de mi bautismo la gran herencia de formar parte de la familia de los hijos de Dios, que sepa descubrir en la esperanza que me transmitió la Iglesia, el gozo de saberme perdonado por ti cuando con sincero corazón he venido arrepentido a suplicar tu perdón; que sepa descubrir en el amor que he recibido de la Iglesia, tu amor misericordioso que me abrió las puertas del paraíso cuando te inmolaste en la Cruz por mí.

Jesús une mi pequeño corazón al Tuyo, abrázame con ternura y compasión, que como Juan pueda recostarme sobre tu pecho y experimentar el calor del amor que se dona hasta el extremo, el amor que me revela al Dios que busca mi salvación y que goce con Él en el cielo de la bienaventuranza eterna. Así purificado en la fragua de tu Sagrado Corazón pueda yo ser forjado como un verdadero discípulo, como un verdadero cristiano, como un verdadero hijo de Dios que lleve a tantos otros hacia ti.

 “Jesús tu lo sabes todo, tu sabes que te amo” Jn 21, 17

IMG: «La Última Cena» de Simon Ushakov

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