Sábado Santo
“José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.”
Jn 19, 38-42
Durante el sábado santo la Iglesia, en el silencio orante en que ha quedado luego de contemplar la crucifixión, pasa a meditar en la espera de la resurrección gloriosa del Señor mientras lo contempla en el sepulcro.
Sabemos que la muerte no es otra cosa sino la separación del alma inmortal y del cuerpo mortal, ordinariamente el cuerpo del hombre se corrompe en espera de la resurrección al final de los tiempos cuando participará de la vida divina, sin embargo la humanidad de Cristo, cuerpo y alma, estaba unida a su divinidad, recordemos como cristianos confesamos Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, ahora bien virtud de esta unión de naturaleza humana y su naturaleza divina, el cuerpo de Cristo no experimentó la corrupción por estar unido a causa de su unión con la naturaleza divina.
De hecho que el Señor resucitase al tercer día es altamente significativo porque según la mentalidad de su época, el cuerpo se corrompía al cuarto día, testimonio de esto es la advertencia de Marta hace a Jesús cuando pide que se quite la piedra que cubría el sepulcro de Lázaro, ella dice que ya iban sobre el cuarto día y que habría mal olor, es decir ya se habría corrompido el cuerpo.
“La muerte de Cristo fue una verdadera muerte en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. Pero a causa de la unión que la Persona del Hijo conservó con su cuerpo, éste no fue un despojo mortal como los demás porque «no era posible que la muerte lo dominase» (Hch 2, 24) y por eso de Cristo se puede decir a la vez: «Fue arrancado de la tierra de los vivos» (Is 53, 8); y: «mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción» (Hch 2, 26 – 27; cf. Sal 16, 9 – 10). La Resurrección de Jesús «al tercer día» (1Co 15, 4; Lc 24, 46; cf. Mt 12, 40; Jon 2, 1; Os 6, 2) era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día (cf. Jn 11, 39)”
Catecismo de la Iglesia Católica n.627
Ahora bien, a pesar de que Jesús experimentó la muerte, y por tanto la separación de su cuerpo y de su alma, los cuales se volverían a unir la mañana del Domingo de Resurrección. Que haya habido una separación momentánea no significa que su naturaleza divina en algún momento se hubiese separado en algún momento de su cuerpo o de su alma, no, el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, una vez asume la naturaleza humana no la abandona, si así fuese ¿cómo garantizar nuestra redención? Ya un antiguo axioma patrístico dice “Aquello que no es asumido no es redimido” precioso y sagrado misterio que el Señor obra en nosotros, nos rescata totalmente, cuerpo y alma. Tan alto es el honor y tan grande la misericordia que Dios ha mostrado a los hombres.
La vida divina de Cristo también fluye por la gracia santificante que nos fue dada en el bautismo en nuestras almas dándonos la vida eterna y un buen día, en el último día, también esa vida divina fluirá por nuestros cuerpos que pasarán a ser cuerpo glorificados semejantes al suyo.
«Ya que el «Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte» (Hch 3, 15) es al mismo tiempo «el Viviente que ha resucitado» (Lc 24, 5 – 6), era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte:
«Por el hecho de que en la muerte de Cristo el alma haya sido separada de la carne, la persona única no se encontró dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la misma y única persona del Verbo» (S. Juan Damasceno, f. o. 3, 27).»
Catecismo de la Iglesia Católica n.626
Mientras su Cuerpo santo reposa en el sepulcro, su alma continúa su misión, Cristo continúa a anunciar la Buena Nueva. En este día la Sagrada Liturgia de la Iglesia, a través del Oficio Divino, la oración oficial de la Iglesia, el canto orante de que la Esposa del Cordero intercambia con su Esposo, nos invita a meditar también en cómo el alma del Señor baja a los infiernos a rescatar a los justos que habían vivido antes que Él.
Cuando se habla del sheol, el hades o los infiernos en la Sagrada Escritura no se está hablando propiamente del lugar de los condenados, sino del lugar de los muertos en general. Jesús desciende a lo que los judíos llamaban “el seno de Abraham” que más tarde se conoció en la teología como “el limbo patrum”, es decir Jesús desciende al lugar de los muertos para sacar de ahí a los justos y llevarlos a gozar del cumplimiento de las promesas hechas desde la antigüedad.
Por la fe sabemos que Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, abrió las puertas del cielo, fue el primero de entre los hombres en entrar en Él, habiendo cancelado la factura que pesaba sobre la humanidad esclava del pecado, Jesús, hace entrar en la gloria a los justos que había vivido antes de su venida.
« “Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva…” (1P 4, 6). El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención.
Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para «que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan» (Jn 5, 25). Jesús, «el Príncipe de la vida» (Hch 3, 15) aniquiló «mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud «(Hb 2, 14 – 15). En adelante, Cristo resucitado «tiene las llaves de la muerte y del Hades» (Ap 1, 18) y «al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10).»
Catecismo de la Iglesia Católica n.634-635
¡Qué profundos los misterios de nuestra fe! ¡Qué grandeza la del Señor! ¡Cuánta misericordia ha mostrado con todos los hombres! ¡Cómo no hemos de maravillarnos al contemplar como los efectos de la redención no están limitados por el tiempo y el espacio! ¡Cristo va por aquellos que le anunciaron, que lo contemplaron en figuras, que lo veían venir! ¡Los justos reciben su recompensa y Dios no se deja ganar en generosidad! En este día santo recogidos en oración demos gracias al Señor por las grandes maravillas que ha obrado en favor de la humanidad.
Como complemento a la meditación, comparto con ustedes un texto de una Antigua Homilía que se lee como segunda lectura en el Oficio Divino para el Sábado Santo.
EL DESCENSO DEL SEÑOR AL ABISMO
¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.
Va a buscar a nuestro primer padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva.
El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: «Mi Señor esté con todos.» Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo por la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.
Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: «Salid», y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos», y a los que duermen: «Levantaos.»
A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.
Por ti, yo, tu Dios, me he hecho tu hijo; por ti, yo, tu Señor, he revestido tu condición servil; por ti, yo, que estoy sobre los cielos, he venido a la tierra y he bajado al abismo; por ti, me he hecho hombre, semejante a un inválido que tiene su cama entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto, he sido entregado a los judíos en el huerto, y en el huerto he sido crucificado.
Contempla los salivazos de mi cara, que he soportado para devolverte tu primer aliento de vida; contempla los golpes de mis mejillas, que he soportado para reformar, de acuerdo con mi imagen, tu imagen deformada; contempla los azotes en mis espaldas, que he aceptado para aliviarte del peso de los pecados, que habían sido cargados sobre tu espalda; contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al madero, pues los he aceptado por ti, que maliciosamente extendiste una mano al árbol prohibido.
Dormí en la cruz, y la lanza atravesó m¡ costado, por ti, que en el paraíso dormiste, y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso.
Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida, que no era sino imagen del verdadero árbol; yo soy el verdadero árbol, yo, que soy la vida y que estoy unido a ti. Coloqué un querubín que fielmente te vigilara; ahora te concedo que el querubín, reconociendo tu dignidad, te sirva.
El trono de los querubines está a punto, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos; se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad.»
IMG: «Jesús desciende a los infiernos» pintura del Beato Fra Angelico