Sábado – X semana del Tiempo Ordinario
- 1R 19, 19-21. Elíseo se levantó y siguió a Elías.
- Sal 15. Tú eres, Señor, el lote de mi heredad.
- Mt 5, 33-37. Yo os digo que no juréis en absoluto.
En la primera lectura encontramos el encuentro entre Elías y Eliseo, este último pasará a ser el sucesor del profeta, es impresionante el gesto del sacrificio que realiza el joven, ofrece todo lo que tenía al Señor, de alguna manera simbolizando la profundidad de su respuesta, su entrega total a la misión que le sería encomendada. La respuesta a la llamada al servicio divino es radical, es exigente y es total, no hay medias tintas, Eliseo nos muestra la disponibilidad que hemos de tener al paso del Señor por nuestra historia.
San Efrén ve en la acción de Elías de echar el manto sobre Eliseo una prefiguración de la acción del Espíritu Santo en la vida del cristiano:
“Con esta acción de echarle la capa encima convierte a Eliseo de agricultor en profeta. El sentido simbólico es que Eliseo, vestido con la capa de Elías, prefigura a los apóstoles, a los que el Señor en el Evangelio dijo: Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto. Así pues, la capa de Elías significa los dones del Espíritu Santo”
Sobre el primer libro de los Reyes, 19, 19
Aquel que es elegido para una misión en particular por el Señor gozará de los auxilios divinos para llevarla a cabo, dice un principio teológico que la gracia de Dios actúa mejor en una materia mejor dispuesta, por ello el gesto de Eliseo es significativo, lo deja todo y lo ofrece el Señor, Él hará con aquella ofrenda lo que mejor le plazca, abandonarlo todo, no poseer nada sino sólo a Dios, he ahí el secreto de la felicidad y del éxito de los misioneros de Dios. Ellos pueden decir con alegría aquellos versículos del Salmo 16 (15), “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa mi suerte está en tu mano”
En el Sermón de la Montaña que venimos meditando en el santo Evangelio vemos la llamada de Jesús a la autenticidad, “sí cuando es sí, no cuando es no”. El juramento al que hace referencia el octavo mandamiento es la invocación de Dios como testigo de los hechos y garante de su veracidad, sin embargo el “no jurará en falso” podría haber dado lugar a que fuera del juramento se pudiera mentir, sólo habría que decir la verdad cuando se ha jurado, Jesús nuevamente va al fondo de las cosas, en toda ocasión hemos de guardar de vivir la virtud de la veracidad.
Todo hombre busca siempre la verdad, y cuánto sufre cuando se ve víctima del engaño. “La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.” (Catecismo de la Iglesia Católica 2468) Es una virtud derivada de la justicia porque da al prójimo lo que le es debido, expresando aquello que debe serlo con honradez, y guardando el secreto que debe ser custodiado por la discreción.
Importante este último punto, la vivencia de la virtud de la veracidad implica un sano discernimiento ya que nadie está obligado a decir la verdad a quien no tiene derecho a conocerla:
“El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad al que la pide.
La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie esta obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cf Si 27, 16; Pr 25, 9 – 10).”
Catecismo de la Iglesia Católica 2488-2489
La veracidad conforme al espíritu del Sermón de la montaña nos lleva a recordar que ella está muy relacionada con la simplicidad, esto es una cuestión importante de nuestro crecimiento espiritual, el cristiano entre más avanza por las sendas de la perfección cristiana en el amor vive un continuo proceso de simplificación. Decir “sí cuando es sí, y no cuando es no” es justamente eso, vivir con sencillez, sin dobleces, sin simulación, sin hipocresía, sin complicaciones, con rectitud.
“La sencillez, como su nombre indica, es lo opuesto a la doblez, que consiste en pensar una cosa y decir otra. Por tanto, la simplicidad pertenece a la virtud de la veracidad. Y rectifica la intención, no directamente, pues esto es propio de toda virtud, sino excluyendo la doblez por desacuerdo entre lo que se intenta y lo que se manifiesta.”
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q.109, a.2, ad.3
La sencillez o simplicidad se vive tan profundamente que afecta no sólo el modo de hablar, sino también el de obrar y por ende incluso el de orar, de hecho los maestros de vida espiritual han calificado los grados más altos de oración como una oración simplificada, uno de los grandes signos del hombre sencillo es el silencio, que no es visto como un vacío sino como la presencia del Amado. Benedicto XVI comentando la vida de san Antonio de Padua, a quien recordamos hoy, hace memoria de su doctrina acerca del silencio y la oración las cuales van muy de la mano con la sencillez que deriva de una vida en la veracidad.
“San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma. Según las enseñanzas de este insigne Doctor franciscano, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en el latín de san Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego, conversar afectuosamente con él, viéndolo presente conmigo; y después, algo muy natural, presentarle nuestras necesidades; por último, alabarlo y darle gracias.”
Benedicto XVI, 10 de febrero de 2010
El hombre sencillo vive con toda seguridad y confianza, viviendo el Evangelio llega a transparentar al mismo Cristo en sus palabras y obras, es la lámpara que se pone en un lugar alto que todo lo ilumina, puede relacionarse con el hombre que es pobre de espíritu porque no posee afanes desordenados que simular, con el manso de corazón pues su sencillez le protege de la turbación, con el pacífico porque vive la “tranquilidad en el orden” tanto en su mundo interior como en sus relaciones con el prójimo y con Dios.
Que el Señor nos conceda la gracia en este día de saber responder con radicalidad a su llamada, para que siguiéndole con fidelidad lleguemos a tener un corazón que custodie la veracidad con sencillez.
Catequesis que predicó sobre el Benedicto XVI sobre san Antonio de Padua:
Queridos hermanos y hermanas:
Hace dos semanas presenté la figura de san Francisco de Asís. Esta mañana quiero hablar de otro santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: san Antonio de Padua o, como también se le suele llamar, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares de toda la Iglesia católica, venerado no sólo en Padua, donde se erigió una basílica espléndida que recoge sus restos mortales, sino en todo el mundo. Los fieles estiman las imágenes y las estatuas que lo representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús en brazos, recordando una milagrosa aparición mencionada por algunas fuentes literarias. San Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.
Nació en Lisboa, en una familia noble, alrededor de 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró en los Canónigos que seguían la Regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa y, sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, célebre centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo la ciencia teológica que utilizó en la actividad de enseñanza y de predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio que imprimió un viraje decisivo a su vida: allí, en 1220 se expusieron las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos, que habían ido a Marruecos, donde habían sufrido el martirio. Su testimonio hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarlos y de avanzar por el camino de la perfección cristiana: pidió dejar los Canónigos agustinos y hacerse Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso las cosas de otro modo. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a regresar a Italia y, en 1221, participó en el famoso «Capítulo de las esteras» en Asís, donde se encontró también con san Francisco. Luego vivió durante algún tiempo totalmente retirado en un convento de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor lo llamó a otra misión. Por circunstancias completamente casuales, fue invitado a predicar con ocasión de una ordenación sacerdotal, y demostró que estaba dotado de tanta ciencia y elocuencia, que los superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así, en Italia y en Francia, una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a volver a la Iglesia a no pocas personas que se habían alejado de ella. Asimismo, fue uno de los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de san Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta que comenzaba con estas palabras: «Me agrada que enseñes teología a los frailes». Antonio sentó las bases de la teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, alcanzaría su culmen con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.
Elegido superior provincial de los Frailes Menores del norte de Italia, continuó el ministerio de la predicación, alternándolo con las funciones de gobierno. Cuando concluyó su cargo de provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Apenas un año después, el 13 de junio de 1231, murió a las puertas de la ciudad. Padua, que en vida lo había acogido con afecto y veneración, le tributó para siempre honor y devoción. El propio Papa Gregorio IX, que después de haberlo escuchado predicar lo había definido «Arca del Testamento», lo canonizó apenas un año después de su muerte, en 1232, también a consecuencia de los milagros acontecidos por su intercesión.
En el último periodo de su vida, san Antonio puso por escrito dos ciclos de «Sermones», titulados respectivamente «Sermones dominicales» y «Sermones sobre los santos», destinados a los predicadores y a los profesores de los estudios teológicos de la Orden franciscana. En ellos comenta los textos de la Escritura presentados por la liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos: el literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico o moral y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna. Hoy se redescubre que estos sentidos son dimensiones del único sentido de la Sagrada Escritura y que la Sagrada Escritura se ha de interpretar buscando las cuatro dimensiones de su palabra. Estos sermones de san Antonio son textos teológico-homiléticos, que evocan la predicación viva, en la que san Antonio propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los «Sermones» es tan grande, que el venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de «Doctor evangélico», porque en dichos escritos se pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio; todavía hoy podemos leerlos con gran provecho espiritual.
En estos sermones, san Antonio habla de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma. Según las enseñanzas de este insigne Doctor franciscano, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en el latín de san Antonio, se definen: obsecratio, oratio, postulatio, gratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego, conversar afectuosamente con él, viéndolo presente conmigo; y después, algo muy natural, presentarle nuestras necesidades; por último, alabarlo y darle gracias.
En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración observamos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho, amando conocemos.
Escribe también san Antonio: «La caridad es el alma de la fe, hace que esté viva; sin el amor, la fe muere» (Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padua 1979, p. 37).
Sólo un alma que reza puede avanzar en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de san Antonio. Conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la pobreza, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. «Oh ricos –así los exhorta– haced amigos… a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna» (ib., p. 29).
¿Acaso esta enseñanza, queridos amigos, no es muy importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas, y crean condiciones de miseria? En mi encíclica Caritas in veritate recuerdo: «La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona» (n. 45).
San Antonio, siguiendo la escuela de san Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. Contempla de buen grado, e invita a contemplar, los misterios de la humanidad del Señor, el hombre Jesús, de modo particular el misterio de la Natividad, Dios que se ha hecho Niño, que se ha puesto en nuestras manos: un misterio que suscita sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.
Por una parte, la Natividad, un punto central del amor de Cristo por la humanidad, pero también la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, para que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar en el Crucificado y en su imagen un significado que enriquezca la vida. Escribe san Antonio: «Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, a no ser la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede comprender mejor lo que vale que mirándose en el espejo de la cruz» (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).
Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia de la imagen del Crucifijo para nuestra cultura, para nuestro humanismo nacido de la fe cristiana. Precisamente contemplando el Crucifijo vemos, como dice san Antonio, cuán grande es la dignidad humana y el valor del hombre. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el hombre, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve así tan importantes, que para él somos dignos de su sufrimiento; así toda la dignidad humana aparece en el espejo del Crucifijo y contemplarlo es siempre fuente del reconocimiento de la dignidad humana.
Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por toda la Iglesia, y de modo especial por quienes se dedican a la predicación; pidamos al Señor que nos ayude a aprender un poco de este arte de san Antonio. Que los predicadores, inspirándose en su ejemplo, traten de unir una sólida y sana doctrina, una piedad sincera y fervorosa, y la eficacia en la comunicación. En este Año sacerdotal pidamos para que los sacerdotes y los diáconos desempeñen con solicitud este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo mediante las homilías litúrgicas. Que estas sean una presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como san Antonio recomendaba: «Si predicas a Jesús, Él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones amargas; si piensas en Él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente» (Sermones Dominicales et Festivi III, p. 59
IMG: «San Antonio de Padua» de Giacomo Farelli