La Esperanza nos mueve al Bien

Lunes -XIX semana del Tiempo Ordinario – Año par

• Ez 37, 1-14. Huesos secos, escuchad la palabra del Señor. Os sacaré de vuestros sepulcros, casa de Israel.
• Sal 106. Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.
• Mt 22, 34-40. Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo.

Continuamos nuestra meditación a sobre el libro del profeta Ezequiel, en esta ocasión nos encontramos ante una de las visiones más conocidas y comentadas de todo el libro, ciertamente es impresionante el considerar la manera en que aquellos huesos secos vuelven a la vida, los detalles son minuciosos y muy significativos. En un primer momento no cabe duda que el propósito de esta visión es dar nuevos ánimos al Pueblo de Israel que había sufrido el destierro, la tristeza era total, no sabía que hacer después de haber sufrido esta gran catástrofe,  se sentía totalmente abatido al punto de decir “Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, ha perecido, estamos perdidos” (Ez 37, 11). En este marco encontramos esta palabra anunciada por boca de Ezequiel, la cual se convertirá en un signo de esperanza, Israel será restaurado, el Señor dará nuevamente la vida este pueblo.

La tradición de la Iglesia no ha dejado de ver también en estos versículos un anuncio de la resurrección al final de los tiempos, por ejemplo san Irineo de Lyon diría «Así pues, como se puede ver, el creador vivifica desde aquí abajo nuestros cuerpos mortales; y les promete además la resurrección y la salida de los sepulcros y las tumbas, y que les dará la incorruptibilidad (…); en esto se prueba que sólo Él es Dios, el que hace todas las cosas, el buen Padre que, por pura bondad, concede la vida a los seres que no la poseen por sí mismos» (S. Ireneo, Adversus haereses 5,15,1).

Este pasaje de la Sagrada Escritura debería también renovar la esperanza en nosotros, las situaciones difíciles y negativas en nuestra vida no tienen la última palabra, el mal no triunfa. El Señor Dios es quien lleva el control de la historia. Más aún como cristianos, sabemos que esta palabra se ha comenzado a cumplir, puesto que la muerte fue derrotada con la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, y sabemos y creemos, que también habremos de resucitar con Él. Admirable misterio hermanos, la pascua de Cristo, su vida nueva de resucitado, nos anuncia no sólo que Dios ha triunfar, sino que ha comenzado ya.

La luz del resucitado es para nosotros un motivo de esperanza en medio de las tormentas del día a día, no podemos detener que éstas lleguen, ni podremos evitar el sufrirlas, en ocasiones puede que nosotros también nos sintamos abrumados por las situaciones adversas que hemos de enfrentar, sin embargo encontramos consuelo en la mañana de aquel primer Domingo de resurrección, pero no es un consuelo pasivo, sino que es un consuelo que nos lleva a ser sal de la tierra y luz del mundo. La esperanza de nuestra resurrección futura nos impele a buscar ser discípulos y misioneros de Jesucristo vivo y presente en medio de nuestro mundo.

“La esperanza de la resurrección es la raíz de toda obra buena, pues la expectativa de la recompensa da al alma fortaleza para obrar bien. Cualquier operario está dispuesto a soportar fatigas, si prevé la recompensa de su esfuerzo; en cambio, a los que trabajan sin recompensa, se les hunde, junto con el cuerpo, también el alma. Un soldado que aguarda la recompensa está dispuesto a luchar pero nadie que milite para un rey que no valora- que no premia- las fatigas, estará dispuesto a morir por él. Así también el alma que cree en la resurrección se sacrifica a sí misma, y con razón; la que no cree en la resurrección, se entrega a la perdición. Quien tiene fe en que el cuerpo queda a la espera de la resurrección , cuida este traje y no lo mancha de impurezas; al contrario, quien no creen en la resurrección se entrega a la impureza abusando de su cuerpo como si le fuera extraño. Magnífico, pues, el anuncio y la enseñanza de la santa Iglesia católica, la fe en la resurrección de los muertos; magnífico  y completamente necesario, contestado por muchos, es cierto, pero avalado por la verdad como digno de fe”

San Cirilo de Jerusalén, Las catequesis, 18, 1

La vida nueva ha comenzado a fluir en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado en el Bautismo, y llegará a su plenitud en la resurrección de nuestros cuerpos al final de los tiempos, esto implica que hemos de comenzar a obrar conforme a este don de Dios que se nos ha dado, y esto se hace viviendo en el amor.

Justo eso nos recuerda Jesús en el santo Evangelio, el cristiano está llamado a tener por ley suprema de su existencia el amor, podremos sufrir tentaciones, podremos hacer experiencia de nuestra debilidad humana y de las heridas que el pecado a dejado en nosotros, podremos percibir muchas veces la búsqueda del bien como algo sumamente arduo y difícil, pero si buscamos salir adelante en estas situaciones movidos por el amor ciertamente triunfaremos. El Amor no es más que procurar el bien para el otro, alguno podría decir pero, ¿qué bien le puedo procurar a Dios? ¿no es Él la fuente de todo bien? En primer lugar, el l deseo del bien nos llevará ciertamente a buscar que nuestro Señor sea reverenciado, conocido, amado y servido con toda nuestra existencia. En segundo lugar, haciendo esto veremos como aquel que ama a Dios, también amará lo que Él ama, y por tanto se siente movido a amar los demás, en quienes contempla a hermanos suyos, hijos de un mismo Padre. Santa Catalina de Siena decía que habiéndonos Dios amado primero y viendo Dios que nosotros no podemos darle en retribución un bien del que no goce Él ya plenamente (porque es la fuente de todo bien y la perfección suma), nos ha dado a nuestro hermano para que con nuestras atenciones podamos saldar esa deuda de amor. Con razón nos unió Jesús esos dos mandamientos y los transforma al reunirlos en su misma persona, o ¿acaso no leemos en el Evangelio de Juan “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”?

El amor de Dios que se nos ha manifestado en el resucitado nos alienta a buscar amarlo, conocerlo y servirlo, y esto ciertamente lo hacemos de un modo especial a través de los actos de culto y, más en general, a través de los actos religiosos, pero no podemos desligar tampoco la importancia del bien practicado al prójimo, puesto que así hemos de amar lo que Dios ama. Por ello santo Tomás de Aquino diría que el amor al prójimo es consecuencia del amor a Dios, y es que cuando se ama al hombre se ama Dios porque el hombre es su imagen. (S. Tomás de Aquino, Sup. Ev. Matt. in loc.).

«Hay una interacción necesaria entre amor a Dios y amor al prójimo… Si en mi vida me falta completamente el contacto con Dios, jamás puedo ver en el otro más que el otro y no consigo reconocer en él la imagen divina. Si por el contrario, en mi vida descuido completamente la atención al otro, deseando solamente ser «piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», entonces mi relación con Dios se seca. Cuando es así, esta relación es solamente «correcta» pero sin amor. Tan sólo mi disponibilidad de ir al encuentro del prójimo, a testimoniarle mi amor, me hace también sensible ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a ese Dios hecho para mí y según su propia manera de amarme.

Los santos –pongamos por ejemplo a la beata Teresa de Calcuta- en su encuentro con el Señor en la Eucaristía, han sacado toda su capacidad de amar al prójimo de manera siempre nueva y, recíprocamente, este encuentro ha adquirido todo su realismo y toda su profundidad precisamente gracias a su servicio a los otros.

Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, es un único mandamiento. Sin embargo, los dos viven del amor solícito de Dios que nos ha amado el primero. Así, no se trata ya de un «mandamiento» que nos prescribe algo imposible desde el exterior sino, por el contrario, de una experiencia de amor, dada desde el interior, un amor que, por su naturaleza, debe ser compartido con los otros. El amor crece con el amor. El amor es “divino” porque viene de Dios y nos une a Dios y, a través de este proceso de unificación, nos transforma en un Nosotros, que sobrepasa nuestras divisiones y nos hace llegar a ser uno hasta que, al final, Dios sea “todo en todos”.»

Benedicto XVI, Deus Caritas est, n.18

De este modo vemos que la esperanza en la resurrección lleva al hombre a encenderse en deseos ir por el mundo anunciado el Evangelio y haciendo el bien tal y como lo hiciese Jesús, puesto que la resurrección de Cristo nos manifiesta el amor profundo que el Padre nos ha tenido, no nos ha abandonado a la muerte, sino que nos ha llamado a gozar de la vida nueva. A esto apunta todo nuestro camino de conversión, por esto busco amar, perdonar y pedir perdón a los demás, ser agradecido, ayudar al necesitado, escuchar al que tiene un problema, dar una caricia o una palabra de ánimo, por esto busco abandonar mis tendencias a la ira, a la soberbia, a la impureza, a la injusticia, a la avaricia, al egoísmo, etc. Por esto busco combatir el buen combate de la fe sabiendo que nada cambia tanto en un lugar como cuando yo cambio primero. Y es que queridos hermanos la esperanza de la resurrección futura nos llevará a ser buenos, aunque los demás no lo sean, no soy busco ser bueno, amable, caritativo y misericordioso con los demás porque ellos lo son conmigo (aunque esto puede ayudar) sino que hago todo esto porque Dios lo ha hecho conmigo primero. O ¿quien tomó la iniciativa en resucitar los huesos secos, no fue acaso el Señor?

«Tú me preguntas por qué razón y con qué método o medida debe ser amado Dios. Yo contesto: la razón para amar a Dios es Dios; el método y medida es amarle sin método ni medida» (De diligendo Deo 1,1).

 Que el Señor nos conceda en este día la gracia de saber vivir aquí y ahora una vida en el amor como hombres y mujeres que tienen su esperanza puesta en la resurrección.