Misericordiosos como el Padre

XXIV Domingo del TO – Ciclo A

• Si 27, 30-28, 7. Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados.
• Sal 102. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.
• Rm 14, 7-9. Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor.
• Mt 18, 21-35. No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

“…el Dios justo te fijó la norma de cómo actuar con tu deudor: lo que haga Él mismo con el suyo.” San Agustín, Sermon 43, 2

La parábola del siervo despiadado ciertamente tiene un mensaje claro, hemos de perdonar siempre. El cristiano está llamado a perdonar porque reconoce que Él a su vez ha sido perdonado por Dios. Hoy en día muchas veces nos pasa desapercibida una dimensión del pecado en la vida del hombre que es muy importante en el camino de conversión, se nos olvida que todo pecado es una ofensa al Señor.

Muchas veces nos enfocamos en el sufrimiento y dolor que el pecado genera en aquel que lo comete, cuando sentimos que caemos en él buscamos la sanación de nuestra alma frente a las heridas que esta situación que se ha vivido ha dejado en nosotros; sin embargo no hemos de olvidar que el pecado afecta la relación que tenemos con nuestro Señor, todo pecado es un agravio a la divina majestad, puesto que como decía el antiguo acto de contrición porque “pecando ofendí a un Dios tan bueno”. ¿Si cuando faltamos el respeto o realizamos una injuria a un ser querido a nivel humano existe una ofensa, como no lo habrá cuando cometemos una falta contra el Señor?

Este preámbulo es necesario para comprender la parábola puesto que en nuestros días pocos tienen conciencia de esta dimensión, para entrar en lo profundo de la palabra es necesario recordar que somos deudos de Dios y que parece que muchos, implícita o explícitamente, viviesen como si fuese lo contrario, como si Dios nos debe algo a nosotros, casi que se le exige que actúe de “x” o “y” forma para satisfacer los propios caprichos.

¿Por qué decimos que somos deudos de Dios? Pues porque si Él es el Bien supremo, fuente de todo bien, toda perfección que experimentamos en nuestra vida tiene en Él su origen. Desde el instante mismo de habernos creado, nos ha hecho partícipes de su ser, somos su imagen y semejanza, nuestra misma existencia es un don suyo, cuanto más todas las demás cosas materiales (alimento, techo, vestido, etc.) o inmateriales (familia, amigos, talentos, etc.) que nos ha concedido.

Él es el amigo por excelencia, pues el amor de amistad es un amor de benevolencia, de alguien que busca el bien para el otro y  ciertamente son innumerables los beneficios recibido de este Dios tan bueno. He ahí porque el pecado es algo abominable e injusto, porque es rechazar su amistad, es rechazar su amor, es cerrarme a su bendición para optar por el aislamiento, la tristeza y la miseria.

Alguno podría decir, pero ¿si Dios es todopoderoso, en qué le puede afectar mi pecado? ciertamente mis pecados no hacen menos Dios a Dios, ni mis alabanzas o lo hacen más Dios, Él es infinitamente perfecto y bueno, teológicamente se dice que nuestro obrar no afecta su gloria intrínseca, así como el buen comportamiento de un hijo no hace más papá a su papá, ni su berrinches tampoco lo hacen menos papá, sin embargo esto no significa que su comportamiento sea indiferente.

Bien sabemos que el hijo que se porta bien es ocasión de alegría a su padre, y que el que se porta mal le acarrea preocupaciones y pesares, del mismo modo nuestro comportamiento no es indiferente al Señor, de modo que  nuestra alabanzas son de su agrado, es más, manifiestan su Majestad, “santificamos su Nombre” como decimos en el Padre Nuestro; mientras que nuestros pecados le desagradan y ocasionan una ofensa a su infinita bondad, repercuten en lo que la teología llama su gloria extrínseca, rompiendo nuestra relación con Él, con nuestro prójimo y con la creación, de esto ha hecho experiencia todo aquel que ha pecado.

 La Buena Nueva del Evangelio de Cristo Jesús es que la gran misericordia divina se nos ha manifestado en el hecho de que, aun cuando nosotros éramos culpables por nuestras faltas, Dios nos ha amado. Él ha perdonado nuestra ofensa, nos ha dado nueva vida y nos ha enseñado el modo de vivirla con alegría. Lo ha hecho a tal punto que el Padre eterno envió a su Hijo único para que encarnase en el seno de María santísima, haciéndose hombre como nosotros, para que pudiésemos gozar de la vida divina siendo como Él.

A tal punto llegó el amor de este Hijo que se inmoló por nosotros muriendo en el madero de la Cruz, ofreciendo su vida en sacrificio para el perdón de nuestro pecados, y resucito al tercer día para hacernos partícipes de su vida nueva. Y como si esto no hubiera sido suficiente, el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo para que nos impulsara en nuestro caminar a lo largo de los siglos, haciendo nacer y crecer en nosotros esa vida nueva, de modo que vivamos nuestra vocación altísima de hijos de adopción que pueden clamar al cielo llamando a Dios: Abbá Padre, el Espíritu Santo nos lleva a adquirir el modo de sentir, de pensar y de obrar de Cristo, de modo que así como Él ha actuado también lo hagamos nosotros, llegando a vivir el mandamiento del amor “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”.

Este amor primero, este amor excelente, este amor misericordioso que latió en el Corazón santísimo de nuestro Divino Redentor, es la razón por la cual todo hombre está llamado a perdonar a su hermano. ¿Por qué amo? Porque Dios me amó primero ¿Por qué perdono? Porque Dios me perdonó primero. Para mí como cristiano el perdón es  más un acto de la voluntad que un sentimiento, es realmente una obra del amor, ya que por la fe reconozco que he sido perdonado por Dios, lo cual hace que la caridad disponga de tal manera mi voluntad que yo busque restablecer la amistad con mi prójimo, porque esto fue lo que Dios hizo conmigo.

¿Esto significa que el dolor causado por las ofensas no cuenta, hay que ignorarlo y reprimirlo? No, sino que hay que purificarlo en el crisol de la Cruz y del tiempo. Dice el Catecismo de la Iglesia “No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.” (n. 2843). Los sentimientos y la memoria van educados y purificados por acción de la gracia de Dios y una vida virtuosa, el ejercicio de la oración, de la fe, la esperanza y la caridad son requisitos para alcanzar la verdadera paz del corazón, que no es el fin sino el fruto de una vida en comunión con Dios.

“Dos son las obras de misericordia que nos liberan. El Señor las expuso brevemente en el Evangelio: Perdonad y se os perdonará; dad y se os dará. El perdonad y se os perdonará, inculca el perdón; el dad y se os dará inculca el otorgar un favor. Respecto a lo que dice del perdón, tú no sólo quieres que se te perdone tu pecado, sino que, además, tienes alguien a quien puedes perdonar. A su vez, por lo que se refiere al otorgar un favor, a ti te pide un mendigo, y tú eres mendigo de Dios. Pues cuando oramos, somos todos mendigos de Dios; estamos a la puerta del padre de familia; más aún, nos postramos y gemimos suplicantes, queriendo recibir algo, y este algo es Dios mismo. ¿Qué te pide el mendigo? Pan. ¿Y qué es lo que pides tú a Dios sino a Cristo que dice: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo? ¿Queréis que se os perdone? Perdonad: Perdonad y se os perdonará. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.”

San Agustín, Sermón 43, 2

Que el Señor nos conceda la gracia en este día de hacer experiencia de su amor misericordioso para que aprendiendo en la escuela de la Cruz el amor sin medida también nosotros seamos misericordiosos como el Padre.

IMG: Pintura de Jan van Hemessen donde se presenta el momento en que el Rey amonesta al siervo