14 de septiembre o viernes antes de Domingo de Ramos
Memoria
-Hb 5, 7-9. Aprendió a obedecer, y se convirtió en autor de salvación eterna
-Sal 31, 2-6.15-16.20. Sálvame, Señor, por tu misericordia.
†Jn 19, 25-27. Triste contemplaba y dolorosa miraba del Hijo amado la pena (Stabat Mater)
En este día se celebra en muchos lugares a nuestra Buena Madre como “la Dolorosa”, contemplamos los sufrimientos que vivió ella en los sufrimientos de Jesús. Cristo sufre a causa del pecado, también su Madre. Realmente podemos decir que ella padeció con Él, ella compadeció, así se cumplen las palabras del anciano Simeón en Templo “…a ti misma una espada te traspasará el alma…” (Lc 2, 35).
Y podríamos pensar justamente, es natural que una madre sufra al ver su hijo en semejantes aflicciones, lo que es sobrenatural aquí es el amor que tiene la madre por el Hijo de Dios y el efecto que sus dolores tienen en nuestra vida, sobre todo por haber sido constituida como madre nuestra cuando le fue dicho “Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26).
Si un cristiano puede unir sus sufrimientos a los de Cristo en la cruz y participar de tal modo en la obra de la redención como miembro de su cuerpo místico y, si esos sufrimientos se transforman en mayores beneficios para la humanidad en cuanto más amor se tenga por el Señor, entonces podemos decir que la Bienaventurada Virgen María se habrá unido a Él de un modo especialísimo y tendrá un papel singularísimo en la obra de la redención pues no ha habido criatura alguna que tenga más amor por Jesucristo que aquella que lo llevo en su vientre por nueve meses, aquella que lo crió y vivió junto con Él en Nazaret durante treinta años y que lo seguirá durante sus tres años de vida pública, dando el más grande signo de amor al acompañarlo en el momento de mayor dolor.
«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma…»[1]
Ella en su dolor, como Buena Madre que es, también nos ha obtenido gracias como nadie por su amorosa participación en la obra de la redención, ella ha reparado también por las ofensas que hemos cometido contra Dios, en otras palabras ella amó (y ama) a Jesús por nosotros y toda la humanidad aún y cuando por nuestro pecado, nosotros, no lo hacemos. Como cuando ella siguió junto a Hijo haciendo presente a la Iglesia durante sus horas de agonía en la Cruz mienrras sus los discípulos se habían dispersado y huido por el miedo.
En un Sermón, san Bernardo la comparará a un acueducto. Siendo Cristo la fuente de la que dimana la gracia de Dios, su Madre es el canal por el que nos llegan todo tipo de gracias, temporales, espirituales, la de la conversión, la de la fidelidad a la gracia, hasta la de la perseverancia final.
La mayor gracia quizás será la de enseñarnos a amar a su Hijo, san Luis María Grignon de Monfort lo explicará diciendo “María ha recibido de Dios un gran dominio sobre los corazones de los elegidos…(para) formarlos en Jesucristo y formar a Jesucristo en ellos…echar sus corazones las raíces de sus virtudes y ser la compañera indisoluble del Espíritu Santo para todas las obras de la gracia…”[2]
Roguemos a nuestra Buena Madre en este día que en su corazón doliente aprendamos a reconocer el horror que debe provocar en nosotros el pecado y que sobre todo nos alcance todas las gracias que necesitamos para vivir cada día más estrechamente unidos a su Hijo, que nos enseñe a ser dóciles al Espíritu Santo como lo fue ella, para gloria y alabanza del Padre.
Anexo
LA MADRE ESTABA JUNTO A LA CRUZ
Un texto de san Bernardo, Abad
El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste —dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús— está puesto como una bandera discutida; y a ti —añade, dirigiéndose a María— una espada te traspasará el alma. En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma.
En efecto, después que aquel Jesús —que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo— hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal.
¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aún nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?
No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores.
Pero quizá alguien dirá: “¿Es que María no sabía que su Hijo había de morir?” Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?,” Sí, y con toda seguridad. “¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante
Ver también:
Maternidad divina y espiritual de María santísima
Y
María santísima en la obra de la redención
IMG: «Dolorosa» de Pedro Américo
[1] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n.58
[2] San Luis María Grignon de Monfort, Tratado de la verdadera devoción n.37