*Retiro seminarista etapa discipular…
En la fe de la Iglesia, hemos renacido por las aguas del Bautismo a la vida de hijos amados del Padre, se dice que somos hijos en el Hijo, puesto que por la gracia que brotó del Corazón traspasado de Jesús, nuestro Señor y Salvador, hemos comenzado a gozar de la misma vida divina.
Pero no basta haber recibido ese don, sino que hemos de aprender a vivir según esa vocación preciosa y altísima, y esto lo aprendemos meditando, contemplando e imitando la vida de Jesús, tal como Él nosotros también hemos de vivir según la voluntad del Padre.
Para esta meditación he querido ir a lo concreto de cómo podemos dejarnos formar por el Espíritu Santo en el campo de la auténtica libertad del corazón. El hombre verdaderamente libre es aquel que es capaz de comprometerse, tomar un compromiso para todo la vida requiere el constante y firme ejercicio de la voluntad, y el mejor ejercicio que puede hacer nuestra voluntad es conformarse con la voluntad de Dios, esto es lo mismo que decir obedecerlo, y es que podemos decir con toda seguridad que la obediencia de la fe es la virtud de los hombres auténticamente libres.
Para entrar en materia escuchemos una parábola de nuestro amado Jesús.
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis». (Mt 21, 28-32)
En un primer momento en su sentido más literal, la parábola de los dos hijos es una llamada de atención a los Escribas y Fariseos, que escuchando la predicación de Juan Bautista y viendo sus efectos en la vida de tantos pecadores que se convertían no le creyeron, no se dispusieron a acoger el Reino que llegaba con Cristo Jesús, antes bien, la Buena Nueva del Señor fue acogida primero por aquellos que eran despreciados por la sociedad, recordemos que algunos capítulos atrás hemos visto la escena de la mujer pecadora que enjuga con sus lágrimas y cabellos los pies de Jesús, así como la llamada de Mateo, un publicano que dejaría todo para convertirse en un discípulo del Divino Maestro.
Jesús nos enseña como en medio de las dificultades que el hombre pueda experimentar siempre le es posible volver a vivir según el espíritu del Reino de los Cielos entrando en la voluntad del Padre como buenos hijos, no importa si sus pecados son graves como la injusticia de un Publicano o la vida disoluta asociada a la prostitución, si el pecador se convierte gozará de la misericordia de Dios y de la vida, el único obstáculo que se puede poner es el de la propia soberbia del que no quiere aceptar el don del Señor.
Benedicto XVI en alguna ocasión[1] nos recuerda que en este pasaje del Evangelio no encontramos sólo dos hijos: “uno que dice sí pero al final no cumple” “uno que dice no pero al final sí cumple” sino que encontramos un tercero también, uno que dice: sí y cumple la voluntad del Padre, éste es Aquel que predica, éste es Jesús a quien al que san Pablo en la carta a los Filipenses nos presenta como modelo de obediencia por amor, una obediencia hasta la muerte, y muerte de Cruz
La obediencia es la virtud de los que aman al Padre celestial. Obedecer no es otra cosa que entrar la voluntad de otro. La obediencia de los hijos de Dios no es otra cosa sino el abandono en su voluntad amorosa que no busca sino nuestro bien, y nuestro Bien supremo que es vivir en comunión con Él. Por ello es que en todas nuestras acciones nosotros buscamos amarlo, conocerlo y servirlo. Hemos de aspirar a perfeccionar cada vez más nuestra obediencia al Padre de modo que sea siempre pronta (a la primera), alegre (sin refunfuñar, sin quejarse, sin malas caras) y sencilla (sin complicaciones que buscan manipular las cosas para salirme con mis egoísmos).
En pocas palabras, la obediencia de la fe que busca que conformemos nuestra voluntad con la de Dios:
«Y aunque es cierto que su Divina Majestad sólo tiene una simple y única voluntad, nosotros la llamamos con nombres diferentes, siguiendo la variedad de medios por los que la conocemos, según la cual estamos diversamente obligados a conformarnos a ella. La doctrina cristiana propone claramente las verdades que Dios quiere que creamos, los bienes que quiere que esperemos, las penas que quiere que temamos, los mandamientos que quiere que cumplamos y los que consejos que quiere que sigamos; a todo esto se llama voluntad divina significada, pues por ella Dios nos significa y señala cómo desea que todo sea creído, esperado, temido, amado y practicado» (San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, Libro VIII, 8, 3)
Para los hombres que se están formando para consagrarse al Señor adquiriendo un compromiso para toda la vida no existe mejor camino que la obediencia para imitar a Jesucristo. Nuestra obediencia es un acto de la voluntad por la cual sometemos nuestra voluntad a la de otro a quien reconocemos como un superior y en quien por la fe creemos que Dios se nos manifiesta. Sabemos que la mediación de los superiores forma parte de las mediciones por las cuáles el Señor ha querido gobernarnos en nuestra santa Madre Iglesia, confiando en aquello que dijo a sus apóstoles “Quien a ustedes escucha a mi me escucha” (Lc 10, 16)
«El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior recibida directa o indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la persona del legítimo superior ya que toda potestad viene de Dios (cf. Rm 13,1). Por eso añade san Pablo que quien resiste a la autoridad resiste al mismo Dios (cf. Rm 13, 2). Si se ejecutó exteriormente lo mandado por el superior pero con rebeldía interior en el entendimiento o en la voluntad, la obediencia es puramente material y no es propiamente virtud, aunque sea suficiente para no quebrantar el voto de obediencia con que acaso esté ligado el súbdito; y cuando se obedece interior y exteriormente precisamente porque se trata de algo preceptuado por el superior, la obediencia se llama formal y es un excelente acto de virtud» (A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, n. 416)
Entre los santos reinan constantes alusiones a la excelencia de esta virtud en la cual se manifiesta en actitudes y comportamientos concretos nuestro deseo profundo de amar a Dios. El mejor medio para formar nuestra voluntad y libertad es la obediencia, el modo más certero y eficaz de saber cuál es la voluntad de Dios aquí y ahora es la obediencia, el modo más seguro y firme para evitar el pecado y todo aquello que conduce a nuestra perdición es la santa obediencia.
«…es necesario que quien desprecia las grandezas de este mundo y renuncia a su gloria vana renuncie también a su propia vida. Renunciar a la propia vida significa no buscar nunca la propia voluntad, sino la voluntad de Dios y hacer del querer divino la norma única de la propia conducta; significa también renunciar al deseo de poseer cualquier cosa que no sea necesaria o común. Quien así obra se encontrará más libre y dispuesto para hacer lo que le manden los superiores, realizándolo prontamente con alegría y con esperanza, como corresponde a un servidor de Cristo, redimido para el bien de sus hermanos. Esto es precisamente lo que desea también el Señor, cuando dice: El que quiera ser grande y primero entre vosotros, que sea el último y esclavo de todos…
Por ello, los superiores deben cuidar de los hermanos como si se tratara de unos tiernos niños a quienes los propios padres han puesto en manos de unos educadores. Si de esta manera vivís, llenos de afecto los unos para con los otros, si los súbditos cumplís con alegría los decretos y mandatos, y los maestros os entregáis con interés al perfeccionamiento de los hermanos, si procuráis teneros mutuamente el debido respeto, vuestra vida, ya en este mundo, será semejante a la de los ángeles en el cielo.» (San Gregorio de Nisa, Sobre la conducta cristiana, Patrología Greca 46, 295-298)
En el ejercicio de esta santa virtud también pueden presentarse ciertos espejismos que bajo apariencia de bien terminan pervirtiendo la obra buena, así podemos hablar de la llamada “falsa obediencia” sigamos una clasificación elaborada por un maestro de espiritualidad de mediados de siglo XX.
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(Fray Antonio Royo Marín o.p., Teología de la Perfección Cristiana, n.422)
- Obediencia rutinaria: puro automatismo, sin espíritu interior, como el reloj, que da las horas puntualmente pero ignorando que las da…
- Obediencia sabia: siempre con del Código (de Derecho) Canónico o la regla en la mano para saber hasta dónde está obligado a obedecer o donde empieza a “a excederse” el superior ¡Qué mezquindad!
- Obediencia crítica: “El superior es superior, ¡no faltaba más!, pero eso no impide que sea poco simpático, riguroso, frágil, impulsivo, sin pizca de tacto…; que le falte a menudo cordura, prudencia, oportunidad y caridad” (Colin). Se le obedece al mismo tiempo que se le despelleja.
- Obediencia momificada: no se tiene ocasión de practicarla porque el superior no se atreve a mandar o porque el súbdito se substrae habilidosamente de tener que obedecer.
- Obediencia pseudo-mística: desobedece al superior so pretexto de obedecer al Espíritu Santo ¡Pura ilusión!
- Desobediencia camuflada: es “el arte de conducir hábilmente al superior, a fuerza de excusas y objeciones , a retirar o modificar sus mandatos” (Colin)
- Obediencia paradójica: es la que pretende obedecer haciendo la propia voluntad, o sea imponiéndosela al superior.
- Obediencia farisaica: que entrega una voluntad vencida, pero no sumisa…Cobardía e hipocresía al mismo tiempo
- Espíritu de oposición: grupos, bandos, partidos “de oposición” a cuanto orden o disponga el superior. Espíritu verdaderamente satánico, que siembra la división y la discordia…
- Obediencia egoísta: inspirada en motivos interesados para atraerse la simpatía del superior y obtener de él cargos o mandatos que cuadre con sus gustos o aficiones…
- Obediencia murmuradora: que acepta de mala gana la orden de un superior y murmura interiormente…y a veces exteriormente, con escándalo de los demás y daños manifiesto al bien común.
- Sabotaje y falta de perfección al ejecutar la orden. “Barrer consistirá en cambiar el polvo de sitio, y hace meditación, en dormitar dulcemente” (Colin)
- Obediencia perezosa: “no tuve tiempo…estaba ocupado…no pensaba que fuese tan urgente…iba a hacerlo ahora” Hay que mandarle doce veces la cosa y acaba haciéndola mal.
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La santa obediencia de la fe puede llegar a sus cumbres más elevadas cuando nos disponemos a ella movidos para la caridad, obediencia es un verdadero ejercicio de amor cuando nos con una mirada sobrenatural de la realidad contemplamos como en aquellas cosas que nos parecen muchas veces insignificantes damos gloria a Dios, y como en esas cosas que tiene rostro de minucia entrenamos el corazón para cuando vengan aquellas que más grandes y comprometedoras. Aquella suprema promesa que se dice en el día y de la ordenación, por la cual nos vinculamos a nuestro Obispo y nuestra diócesis se forja en el día a día, “Prometo” aquella palabra de 7 letras, se prepara en el día a día de nuestra formación y se ratificará en el día a día de nuestro ministerio sagrado.
El mejor medio para tener una mirada sobrenatural de la realidad de modo que siempre veamos a Dios en el superior y el mejor medio para perseverar con una voluntad firme en aquello que nos es mandado es uno sólo, la oración. En la meditación asidua y silenciosa de la Palabra de Dios, en el diálogo sincero y transparente con el Señor, en esa intimidad corazón a Corazón con Dios nosotros podemos descubrir el colirio que purificará nuestra mirada y nos llevará a vivir conforme a su voluntad.
Contemplar el misterio de Cristo que se inmoló en el ara de la Cruz por nosotros es un excelente medio de meditar sobre la virtud de la obediencia, por la celebración de la Santísima Eucaristía, es siempre para nosotros la mejor ocasión para conocer lo que es agradable a Dios, a través de las oraciones, las lecturas, la predicación, los cantos, los gestos, todo nos habla de alguna manera sobre cómo hemos de entrar en la voluntad del Padre, pues la santa Misa no es otra cosa sino la actualización del gesto mayor de obediencia que pudo haberse realizado al Padre celestial, la santa Misa es la actualización del sacrificio de Cristo Jesús en el Calvario, la ofrenda de amor para la salvación de la humanidad entera.
Ahora bien, nuestra vida entera se desarrolla en continuo sucederse de diferentes acontecimientos que de suyo no caen dentro de la virtud de la obediencia strictu sensu, fuera de aquello que nos ha sido explícitamente mandado, prohibido o aconsejado, ¿cómo hemos de movernos para hacer la voluntad de Dios?
Para ayudarnos en esto reflexionemos las palabras de san Francisco de Sales en su Tratado del amor de Dios
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Breve método para conocer la voluntad de Dios
(San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, Libro VIII, 8, 14)
«San Basilio[2] dice que la voluntad de Dios se nos manifiesta por sus órdenes y mandamientos, y que sobre esto nada hay que deliberar, pues lo único que importa es hacer lo que está mandado; pero que otras cosas está en nuestra voluntad elegir lo que mejor nos parezca, aunque no siempre es necesario hacer todo lo que es digno de alabanza, sino solamente lo que conviene; y que finalmente, para distinguir lo que conviene, es necesario escuchar el consejo de un padre espiritual sabio y prudente.
Yo, Teótimo, te quiero poner al abrigo de una tentación enojosa que aqueja frecuentemente a las almas muy deseosas de seguir siempre lo más conforme a la divina voluntad. El enemigo en toda coyuntura hace dudar sobre si está la voluntad de Dios en esto o en aquello; por ejemplo, si en que coman con el amigo o en que no coman; en que vistan hábitos grises o negros; en que ayunen el viernes o el sábado; en que se den al recreo o en que se abstengan; todo esto les hace malgastar mucho tiempo, y, mientras se detienen a deliberar lo mejor, pierden miserablemente la ocasión de hacer muchas cosas buenas, de lo cual derivaría más gloria para Dios que no de esa perplejidad de elección entre lo bueno y lo mejor a que se entregan.
No es costumbre pesar las monedas chicas, sino las de más valor…tampoco hay que ponderar toda suerte de pequeñas acciones para ver si valen más que las otras; puede haber superstición en esta clase de exámenes. ¿Qué fin tiene atormentarse pensando si es mejor oír misa en una iglesia que en otra, hilar o coser, dar limosna a un hombre o a una mujer? No es servir con diligencia a un señor perder el tiempo en considerar lo que se debe hacer, sino hacer lo que se debe. Es necesario medir la atención por la importancia de la obra; sería cuidado irracional tomarse tanto trabajo en organizar un viaje de una jornada cuanto para otro de trescientas o cuatrocientas leguas.
La elección del estado, el atender a un empresa de importancia o aun obra trascendental y costosa, el cambio de residencia, la selección de amistades y cosas parecidas, merecen pensarlo con seriedad para ver lo más acorde con la voluntad divina; pero en las pequeñas acciones diarias, cuya consecuencias no son importantes ni irreparables, ¿qué necesidad hay de mostrarse uno cargado de trabajos y de angustias entre consultas prolongadas? … Lo importante es obrar siempre de buena fe, sin pararse en nimiedades ni minucias, y, como dice san Basilio, hacer libremente lo que nos parezca mejor, para que nuestro espíritu no se relaje ni perdamos el tiempo exponiéndonos a la inquietud, escrúpulos ni superstición. Yo opino que debe ser así mientras no exista gran desproporción entre ambas cosas o circunstancia que favorezcan a la una sobre la otra.
En asuntos de importancia procederemos con humildad, no creyendo que vamos a ver la voluntad de Dios a fuerza de exámenes y de sutiles razonamientos[3]; después de haber pedido luz al Espíritu Santo, aplicaremos nuestra atención a buscar su beneplácito, tomaremos consejo de nuestro Director, y si conviene, de dos otras personas espirituales más; resolveremos y determinaremos en nombre de Dios, sin poner en duda luego nuestra elección, sino cultivando y mantenido devotamente lo acordado con serenidad y constancia.
Aunque nos salgan al paso dificultades, tentaciones y otros estorbos mientras ejecutamos nuestras resoluciones, que nos hagan vacilar sobre el camino elegido, permaneceremos firmes y no cuidaremos de ellos, antes bien, ponderaremos que, siguiendo otro rumbo, acaso podamos vernos en circunstancias peores, además de que ignoramos si Dios quiere ejercitarnos en el consuelo o en la tribulación, en la paz o en la guerra. Una vez tomada la justa determinación, ya no es listo dudar de lo justo de su ejecución; en no habiendo culpa nuestra ningún fracaso vendrá. Proceder de otra manera indicaría mucho de amor propio (egoísmo) y puerilidad, esto es, debilidad y pequeñez de espíritu»
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La santa obediencia, preciosa virtud en la cual el hombre manifiesta la grandeza de su libertad, por fin rompiendo las ataduras del pecado y de las vanidades de este mundo, a través de un acto sencillo y humilde es capaz de asemejarse al mismísimo Hijo de Dios, es capaz de decir al Padre eterno “Hágase tu voluntad así en la tierra como el en cielo”, es capaz de evocar aquel pasaje de la carta a los Hebreos y decir “He aquí que vengo Señor para hacer tu voluntad” (Hb 10, 7) el hombre verdaderamente libre es aquel que sabe entrar en la santa obediencia, el hombre verdaderamente libre es aquel que entabla el buen combate de la fe contra la seducciones del demonio, del mundo y de la carne a través de la conformación de su voluntad a la de Dios, el hombre verdaderamente libre es capaz de morir con el Redentor en el Calvario, el hombre verdaderamente libre es aquel que triunfará sobre la muerte junto con Cristo Resucitado.
[1] Cf. Discurso en el “Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad” del 25 de septiembre de 2011
[2] San Basilio, Reglas morales, c. IX, XII.XXIII, y Reglas detalladas c. CCXXVII (A. Ranvier)
[3] El discernimiento de espíritus ciertamente es importante, pero no debemos caer en la trampa de encerrarnos en un complejidades excesivas, por ello san Ignacio establece una serie de reglas concretas en orden a tomar una decisión, no sea que terminemos dando vuelta en círculos y no lleguemos nunca a la meta.