Solemnidad de Todos los santos
• Ap 7, 2-4.9-14. Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas.
• Sal 23. Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.
• 1Jn 3, 1-3. Veremos a Dios tal cual es.
• Mt 5, 1-12a. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
“Tú eres glorificado en todos tus santos y al coronar sus méritos coronas tus propios dones. Tú nos das el ejemplo de su vida, nos haces vivir en comunión con ellos y nos aseguras la ayuda de su intercesión, para que estimulados por esta muchedumbre de testigos, lleguemos victoriosos a la meta y recibamos con ellos la corona incorruptible de la gloria, por Jesucristo, Señor nuestro.”
Prefacio de los Santos I
Estas palabras que el sacerdote eleva en oración al Señor al conmemorar a los santos expresan de alguna manera el sentido de la celebración que estamos realizando en este día. Al conmemorar la Solemnidad de todos los santos nos llenamos de profunda alegría, pues al recordar a estos hombres y mujeres que nos han precedido en el camino hacia la patria celeste nos sentimos movidos en primer lugar a dar gracias a Dios por la obra que cumple en la humanidad a través de estos testigos insegnes, pero también nos sentimos estimulados a imitar esa docilidad del corazón al Espíritu Santo para que también en nosotros se cumpla ese designio precioso de unión íntima y profunda con Dios al cual todos estamos llamados.
Hoy recordamos que la santa Iglesia de Dios la constituimos una gran familia de hombres y mujeres que transformados por la acción de la gracia divina vamos buscando asemejarnos a Cristo Jesús nuestro modelo, hay unos que vamos en camino como peregrinos hacia el encuentro definitivo con Él (Iglesia militante), otros que habiendo pasado de este mundo al otro están atravesando una última purificación (Iglesia purgante) y existen otros que habiendo llegado a la perfección en el amor se encuentran contemplando la gloria del amado de su corazón en el cielo (Iglesia Triunfante).
La santa Iglesia de Dios crece y se perfecciona en el camino de santidad que recorren cada uno de sus hijos, el itinerario de santidad recordemos no es otra cosa sino un continuo ejercicio de amor, puesto que la santidad no es otra sino la perfección en la caridad, amando a Dios y amando al prójimo es como todo cristiano vive su peregrinaje hacia el cielo.
En la santa Palabra de Dios que hemos escuchado este día contemplamos en la primera lectura la meta hacia la cual nos dirigimos, una meta que se alcanza viviendo como hijos amados del Padre como lo escuchamos en la segunda lectura, lo cual se realiza de modo perfecto cuando escuchamos la palabra que Cristo nos dirige en lo que se ha conocido como la carta magna del cristianismo, el Sermón de la Montaña.
Hemos escuchado hoy brotar de sus labios la primera parte de éste el cual contiene las Bienaventuranzas, cada una de ellas tiene tres partes: comenzando por la proclamación de un estado humano, el ser feliz (eso quiere decir la palabra “bienaventurado”); luego la característica del comportamiento de los hombres a los que se hace referencia; por último, es el premio del que Dios les hace gozar ya o que gozarán en el futuro. Sabemos también que Jesús pronunció otras bienaventuranzas en el evangelio por ejemplo cuando Pedro confiesa el origen divino de Jesús, Él le responde “Bienaventurado tú, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre…” (Mt 16, 17)
La palabra “macarioi” que se traduce por bienaventurado expresaba en el griego de la época antigua la felicidad suprema propia del mundo divino, también se utilizaba para designar a los héroes de la antigüedad. Más que una simple alegría pasajera y superficial quiere dar a entender una realidad interna que brota desde el corazón del hombre, esta expresión quiere transmitir la idea de exultación, una felicidad que prorrumpe hacia fuera, que se desborda fuera de sí.
La felicidad del cristiano no viene del hecho de que las cosas ocurran sin problema en el presente, de que “vayan bien” diríamos humanamente hablando, sino que viene de aquello que se espera, se trata de un gozo real, fundamentado en Dios, pues Él es el que dará la felicidad.
En toda operación dinámica se dice que siempre hay que tener presente el fin, cuanto más si se trata de la vida del hombre, Jesús como maestro en humanidad, lleva a sus discípulos a contemplar la meta a la que apuntará el nuevo modo de vida que Él está por enseñarles, es más, les revela cuál es el fin para el cual fueron creados, les revela su llamado altísimo al gozo pleno en el cielo que viene del encuentro con el amor de Dios.
Para llegar hasta ahí habrán de pasar por diferentes situaciones contrarias, al menos según las categorías del mundo, tal y como lo muestra la segunda parte de cada bienaventuranza, pero en ellas serán purificados en vistas a la promesa de la eternidad que se les anuncia al final.
Jesús, a través de estas primeras palabras que brotan de su Corazón santísimo purifica nuestra visión sobre la vida y la eleva a contemplar lo que el amor divino desea y ha preparado para aquellos que acogiendo la Buena Nueva de salvación entren en camino de conversión.
Por ello dicen algunos teólogos como el P. Antonio Royo Marín que las Bienaventuranzas “Señalan el punto culminante y el coronamiento definitivo -acá en la tierra – de toda la vida cristiana…son actos…(que) proceden de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo. Pero son actos tan perfectos, que hay que atribuirlos a los dones más que a las virtudes. En virtud de las recompensas inefables que las acompañan, son ya en esta vida como un anticipo de la bienaventuranza eterna”[1]
Comentemos brevemente un por una las bienaventuranzas:
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). La pobreza de espíritu puede indicar dos cosas, tanto el desapego a las riquezas como el menosprecio a los honores vanos, aniquilando el espíritu soberbio, en ambos casos es un vaciarse de sí mismo para llenarse de Dios, es convertirse en alguien que se sabe necesitado, lo cual es una apertura que lo hace apto para recibir el Reino, para gozar del reinado de Dios, pues Él está de su parte.
“Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra” (Mt 5, 4). El hombre manso es feliz porque ha sabido dominarse a sí mismo por la gracia de Dios. Vence la ira y la indignación. Al final ya no hay combate, toda inquietud que disturba es superada y finalmente el triunfo ha sido definitivo, brotan los frutos de la serenidad y la paz interior. Cristo vence, Cristo reina y Cristo impera en todos los aspectos de su vida. Por ello es capaz de gozar de la tierra prometida, aquella tierra que se ha conquistado, en la que se goza de la paz eterna, en donde se entra en el descanso del Señor, donde hay una armonía perenne.
“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 5) La palabra que se traduce por llanto quiere dar a entender la tristeza o aflicción que se experimenta cuando alguien hace luto por otro. La situación de pecado propia o ajena, al contrario, le hace entrar en el luto por la muerte del alma. Se trata del hombre justo que arrepentido llora sus pecados pasados pues descubre cuan mal ha estimado las cosas, cuan erróneamente ha servido a las criaturas en lugar de servir al Creador, lo cual le lleva a volverse al camino del Señor, poniéndolo a Él por primero. Con los ojos lavados por las lágrimas ahora es capaz de ver al hermano que pasa necesidad y no ser indiferente ante su sufrimiento y se hace capaz de llorar con él y por él, hasta lanzarse a su auxilio para encaminarlo a Dios.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados” (Mt 5, 6). Recordemos que la justicia era entendida por los antiguos como el hecho de entrar en la voluntad de Dios, justo es aquel que cuida en todo momento de secundarla, sea en su relación con el Señor como en su relación con el prójimo. Estamos ante aquellas almas que tienen un deseo insaciable de hacer y de sufrir grandes cosas con tal que Dios sea amado, conocido y servido. Aunque no todos estén llamados a ser mártires todos han de imitar su voluntad. Sus anhelos serán colmados puesto que éste es el fin de todo el universo: dar gloria a Dios.
“Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7) En esta bienaventuranza concurren tres elementos, el involucrarse incluso de modo afectivo (compasión) en la ayuda eficaz a uno que se encuentra una situación de debilidad. La misericordia recordemos estriba no sólo en la tristeza por la ausencia de una perfección o un bien debido, sea propio o ajeno, sino que también busca ponerse en camino para satisfacer esa necesidad. Jesucristo prometió la recompensa de esto también en el capítulo 25, “cuando lo hicisteis con uno de estos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40)
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Se dice que hay dos clases de limpieza: aquella por la cual se expelen todos los pecados y afectos desordenados de nuestro interior, lo cual se realiza a través del ejercicio de las virtudes y la acción de los dones del Espíritu Santo; y aquella que se realiza al depurar la mente de la memoria de las cosas pecaminosas del pasado y de los errores contra la fe. En cuanto a la visión de Dios se puede entender de dos maneras: “una perfecta, por la que se ve la misma esencia de Dios, y ésta es propia del cielo; y otra imperfecta, que es propia del don de entendimiento, por la que, aunque no veamos qué cosa sea Dios, vemos qué cosa no es y tanto más perfectamente conocemos a Dios en esta vida cuanto mejor entendemos que excede todo cuanto el entendimiento puede comprender.”[2] La pureza del corazón previene del fariseísmo pues implica pureza de intención en todas las cosas. El amor ha purificado su capacidad de conocer y de querer. Dios es su motivación en todo lo que hace, es y siente. Su sola presencia será su saciedad. El puro de corazón, busca ver a Dios en todo y todo a la luz de Dios, así como quiere todo por Dios, en Dios y para Dios.
“Bienaventurados los pacíficos porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9) es famosa la definición de san Agustín de que “La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar.” (De Civitate Dei, XIX, XXIII, 1). El hombre pacífico o que busca la paz, busca vivir y hacer vivir el recto orden respecto a Dios, respecto al prójimo y respecto a sí mismo, de alguna manera busca en todo hacer la voluntad de Dios, al ejemplo del Hijo Único del Padre, por eso puede llamarse con él hijo de Dios, es el hombre que ha aprendido de Jesús la Sabiduría, el arte de vivir.
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mt 5, 10) En las bienaventuranzas anteriores se decía lo que el hombre hacía de bueno, aquí se anuncia lo que sufre de los otros por ser bueno. De los hombres se recibe persecución mientras que Dios se recibe pura bondad. Se trata de aquellos que son perseguidos por vivir según la voluntad de Dios a imitación del Justo Jesucristo.
Por eso inmediatamente se anuncia “Bienaventurados ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía…” (Mt 5, 11) Hay quien descubre en las bienaventuranzas una progresión en la perfección cristiana, es decir como cada una lleva a un momento más alto que la otra, así esta última nos hace reflexionar como la mayor santidad de vida se alcanza cuando nos hemos configurado tan profundamente con Cristo, al punto que somos crucificados con Él, parafraseando a santa Teresita, en este mundo nunca estamos más unidos a Jesús como cuando estamos en la cruz. En el Calvario se dio el acto de amor más grande que alguien ha tenido por el hombre, al unirnos a él amamos con el mismo amor del Corazón de Jesús, con la confianza de que no estaremos al final del camino, sino que aguardamos estar con Él donde Él esté. Como dice san Pablo “sin con el morimos, viviremos con Él” (2 Tim 2,11)
¡Qué hermoso el panorama que se nos presenta! en esta solemnidad de todos los Santos recordemos a los grandes hombres y mujeres que han llevado a cabo este precioso programa de vida. Recordemos que la santidad es el llamado de todos y esta al alcance de todos, vivir una vida de santidad no es otra cosa sino corresponder a la acción del Espíritu Santo que quiere realizar este programa en nosotros, es dejarnos mover por el amor, es hacer todo por amor a Dios, todo para su mayor gloria, es vivir con el gozo de saber que estamos con el que nos amó primero.
“No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de Él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad… No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos»
Papa Francisco, Gaudete et exultate, n.32-34
IMG: Sección de los santos en «Los precursores de Cristo con santos y mártires» del Beato Angelico
[1] A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid 2015 p. 180
[2] A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, p.485