Dales Señor el descanso eterno…

Conmemoración de todos los fieles difuntos

En este día recordamos a nuestros hermanos difuntos, aquellos de entre los nuestros que han culminado esta etapa de peregrinos por el mundo hacia la patria celeste, rogamos particularmente por aquellos que están en la antesala del cielo, en la última purificación antes de poder entrar en la gloria de Dios.


«Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:

«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, hom. in 1Co 41, 5).»

Catecismo de la Iglesia Católica n. 1032


Siempre que hacemos memoria de los hermanos que se nos adelantan en el camino, también nosotros nos sentimos interpelados a examinar el modo en que estamos viviendo este tiempo de misericordia aquí ahora y cómo hemos de prepararnos para cuando llegue aquel día bendito en que vayamos al encuentro del Señor. Por ellos considero conveniente que este día hagamos una reflexión acerca de la muerte desde nuestra fe cristiana. Sé que alguno podría decir “ay padre no hable de eso” “que feo ese tema” “porque no hablar de cosas más bonitas” y quizás el temor, o un poco el tabú viene del no conocer o haber olvidado qué es este instante de la vida al que llamamos “muerte” y sobre todo que perdemos de vista que éste no es el final del camino, es más es la antesala de aquello que tanto anhelamos, el encuentro definitivo con nuestro Amado, Aquel que transformó nuestras vidas, Aquel que ha pasado por el camino donde estábamos y no nos trató con indiferencia, Aquel que resucitando de entre los muertos ha vencido la muerte, Aquel que nos amó primero.

¿Qué es la muerte? En breves palabras es la separación del alma y cuerpo, es el final de nuestra vida terrena “Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida” (Catecismo de la Iglesia Católica n.1007)

Asimismo, por la fe nos ha sido transmitido que en el principio aunque el hombre fue creado con una naturaleza mortal Dios le había concedido el don de la inmortalidad, el cual perdió a causa del pecado, la muerte es un pena impuesta a causa de su desobediencia “Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado. «La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado» (GS 18), es así «el último enemigo» del hombre que debe ser vencido” (Catecismo de la Iglesia Católica n.1008)

Sin embargo, también por la fe sabemos que “La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella” recordemos la Oración de Jesús en el Huerto de los Olivos, “la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición” (Catecismo de la Iglesia Católica n.1009)

Para el cristiano la muerte tiene un sentido, y un sentido positivo, pues es la antesala al encuentro definitivo con Nuestro Amado, es como una puerta, lo importante en realidad no es la puerta en sí, sino lo que está al otro lado, o mejor dicho Aquel que está al otro lado. Por ello san Pablo decía. «Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia». Santa Teresa “Esta vida no es sino una noche en una mala posada”. Santa Teresita “No muero, entro en la vida”

La concepción de la muerte como una pena a pagar tiene recordarnos que en la espiritualidad cristiana toda pena tiene un fin medicinal, los antiguos cristianos vislumbraban también este aspecto, por ejemplo san Ambrosio enseñaría que “Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.” (Oficio de lectura para el 2 de noviembre) Al contemplar los trabajos y las fatigas que atravesamos en este mundo ¿no es un alivio entrar en el descanso del Señor? De hecho la palabra cementerio viene del griego koimetérion de la cual deriva también la palabra dormitorio y que literalmente significa significa lugar del descanso o reposo


“La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una vida nueva” el hombre viejo ha comenzado a morir siendo sepultado en las aguas del bautismo; “y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con Cristo»…En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo»; y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo”

Catecismo de la Iglesia Católica n.1010


Por ello el sacerdote rezará en la Sagrada Liturgia diciendo: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal  Romano,  Prefacio de difuntos). Y en Cristo Jesús, también sabemos que la muerte es una etapa en el camino no su final, nuestra esperanza es aún más grande, pues si con Él morimos, viviremos con Él, pues gracias a su resurrección la muerte ha sido vencida y ya no mata, hemos recibido la promesa que en el último día también resucitaremos con Él y como Él, con un cuerpo que será «transfigurado en cuerpo de gloria» “un cuerpo incorruptible” “un cuerpo espiritual”.

Esta fe nuestra nos debe llevar a vivir con coherencia en vista a aquello que esperamos, saber que moriremos para encontrarnos con Cristo y en Él con tantos hombres y mujeres en el cielo; y que un día nos uniremos a Él más perfectamente puesto que también resucitaremos con Él, nos debe llevar asumir la conversión como un caminar en una esperanza gozosa. “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro” (1 Jn 3, 2-3)

Hoy memoria de los fieles difuntos encomendemos a nuestros familiares y amigos que ha partido ya rumbo al encuentro definitivo con Cristo y también nosotros hagamos conciencia de que hemos de prepararnos también para aquel momento santo viviendo en un actitud permanente de conversión con la gozosa esperanza del encuentro con el Amado.


«El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad:

«Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos… Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos… Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor… » (OEx «Commendatio animae»).»

Catecismo de la Iglesia Católica n.1020