Miércoles – I semana de adviento
• Is 25, 6-10a. El Señor invita a su festín y enjuga las lágrimas de todos los rostros.
• Sal 22. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
• Mt 15, 29-37. Jesús cura a muchos y multiplica los panes
La comida es habitualmente un signo de comunión, no sólo porque los que se juntan se alimentan de lo mismo, sino porque es un punto de encuentro con el otro, como cuando se sienta una familia a comer, lo importante no es sólo satisfacer una necesidad fisiológica sino el momento de compartir. El Banquete que nos presenta el profeta Isaías cuando nos dice “Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados” (Is 25, 6), es signo de la reunión de todos los pueblos en el Señor, pues Él nos alimenta con sus gracias divinas, y nos junta en su Amor, esta lectura hemos de leerla también a la luz del al pasaje del Evangelio que la Iglesia nos propone meditar en este miércoles del tiempo de adviento.
Estamos ante uno de los eventos más bellos que nos cuenta la Sagrada Escritura, Jesús, con un corazón infinitamente misericordioso se apiada de las multitudes, dándoles salud a unos y alimento a otros, su amor se desborda al punto de colmar sus necesidades materiales, este gesto es de alguna manera el cumplimiento de aquel banquete prometido en Isaías, pero también es un signo de una realidad futura.
El verdadero banquete del cielo, el que será ofrecido en las Bodas del Cordero con su Iglesia, es aquella comunión íntima con este Dios que es amor, que se hizo hombre para salvarnos, que se hizo hombre para justificarnos, que se hizo hombre para vencer las fuerzas del pecado y de la muerte, que se hizo hombre por amor, y como si esto no hubiera bastado, también se hizo pan en la Sacratísima Eucaristía para quedarse con nosotros una vez hubiése ascendido al cielo.
El Santo Sacrificio de la Misa es la antesala de aquel banquete eterno, al alimentarnos del Cuerpo y Sangre del Señor la vida divina depositada por nosotros en el bautismo crece, los tesoros del Corazón Sacratísimo de Cristo se derraman en nosotros y entramos en aquella comunión íntima, en la que nuestra alma es transformada por su Amado.
En esta Santa conmemoración de su Pasión, Muerte y Resurrección, se reúnen hombres de todos los pueblos, recordemos que este santo sacrificio se celebra en los cinco continentes, en diversas lenguas, con diversos pueblos, pero todos reunidos en la fe para alimentarse de un mismo Dios y Señor, Jesucristo.
Cada vez que celebramos este Santísimo Sacramento, recordamos la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, nuestra esperanza en la resurrección al final de los tiempos es confirmada, por ello la Tradición de la Iglesia lo ha llamado el pignus futurae gloriae, la prenda de la gloria futura, ya que cada vez que comulgamos recibimos un anticipo de aquella Gloria celeste.
Para caminar con nosotros en este momento de la historia de la salvación, que va entre la primera venida de Cristo que contemplamos en el misterio de la Encarnación cuando se hace hombre en el seno de nuestra Buena Madre, la Gloriosa siempre Virgen María; y su segunda venida, con vendrá con gloria y majestad para Juzgar a vivos y muertos, Él nos ha dejado este maravilloso Sacramento.
«La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía «expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi» («Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo», Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt 2, 13), pidiendo entrar «en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (MR, Plegaria Eucarística 3, 128: oración por los difuntos)».
Catecismo de la Iglesia Católica 1404
Los santos han sido conscientes de este gran don que nos ha dado el Señor, cada vez que nos acercamos al Altar del Señor para alimentarnos de Él vivimos otro pequeño adviento, pues, aunque parece que nosotros somos los que vamos a Él, es Él quien ha venido primeramente a nosotros, ¡cómo no amar a Jesús cuando hace tanto por nosotros!
«Es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; éstas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión»
S. Juan Bautista María Vianney, Sermón sobre la Comunión
Demos gracias al Señor por este don tan grande de su amor, cada vez que le recibimos en este Santísimo Sacramento, entramos en unión íntima de amor con Él y en Él, con el Padre y el Espíritu Santo, y como en el seno de esta Trinidad Santísima, con toda la Iglesia Universal. Cuando le recibamos recordemos que nos unimos también con aquella Iglesia purgante que anhela pronto encontrarse definitivamente con Él en el cielo, con aquella Iglesia triunfante que goza ya de su Gloria y con nuestros hermanos que aún vamos caminando en esta Iglesia peregrina hasta la patria celeste en diversas partes del planeta.