Edificados en Cristo

Jueves – I semana de Adviento

• Is 26, 1-6. Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad.
• Sal 117. Bendito el que viene en nombre del Señor.
• Mt 7, 21.24-27. El que hace la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos.

Sabemos que la Ciudad de Jerusalén en la Sagrada Escritura es utilizada frecuentemente como imagen de la Iglesia, es en ella que son congregados los fieles del Señor, es ahí donde Él habita, Jerusalén, la Iglesia, es el lugar de la presencia del Altísimo, los cristianos están llamados Pueblo santo que triunfantes sobre el pecado y la muerte por los méritos de Jesucristo mantienen su ánimo firme y encuentran la paz. La fortaleza de este pueblo radica en su fundamento, la confianza en el Señor y en su Palabra. Es así como cada uno de los fieles edifica su vida como un edificio espiritual que se construye sobre la roca de las enseñanzas de Jesús. Recordemos, la virtud de la fortaleza implica dos aspectos, por un lado, la capacidad de resistir frente al mal, el hombre que se fía de la palabra del Señor, contenida en sus mandamientos, consejos y en el ejemplo que nos da Cristo, es capaz de permanecer firme no obstante sufra el embate de las seducciones del mundo, el demonio y la carne. Este hombre, por otro lado, es capaz también de perseverar en la prosecución del bien, no pierde el ánimo, aunque la obra tarde, no busca sólo salir del paso, sino que se involucra completamente, no le basta dar algo, sino que busca darse él mismo con corazón generoso y alegre.

Las palabras de Jesús se nos presentan al final del Sermón de la Montaña, la carta Magna del cristianismo, ellas son como una advertencia para aprovechar aquello que ha venido exponiendo largo y tendido a lo largo de su paso por nuestra historia. Se nos presentan estas palabras como una exhortación a no menospreciar este tiempo de la misericordia que se extiende hasta su segunda venida. Nuestro Divino Maestro nos dice que hemos de poner por obra aquello que hemos escuchado de su voz, que ahí está nuestra seguridad. No vale el decirnos cristianos si no vivimos a la altura de ese nombre. El Señor sabe que no trata con ángeles de luz, conoce nuestra humanidad y nuestra debilidad, el asumió nuestra naturaleza y padeció como nosotros dándonos un ejemplo de cómo se viven esas palabras que pronunció.

Es más, Él nos da la vida divina de la gracia para fortalecernos y vivir con entereza los que nos manda. De modo que podríamos escuchar de su boca aquellas palabras del Antiguo Testamento “Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. No está en el cielo, para poder decir: ¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? Ni está más allá del mar, para poder decir: ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas.” (Dt 30, 11-14)

La autoridad de Cristo fue palpable a las multitudes quienes le admiraban aún más porque miraban como practicaba lo que decía. Los grandes maestros de espiritualidad cristiana nos exhortarán a seguir el ejemplo de Jesús, quien nos ha enseñado a vivir de tal manera que, con nuestras actitudes y comportamientos, pensamientos y sentimientos demos testimonio como una lámpara que alumbra para que viendo nuestro modo de obrar los hombres den gloria al Padre. (Cf. Mt 5, 16)


«Hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: la acción, la manera de hablar y el pensamiento. De ellas, ocupa el primer lugar el pensamiento; viene en segundo lugar la manera de hablar, que descubre y expresa con palabras el interior de nuestro pensamiento; en este orden de cosas, al pensamiento y a la manera de hablar sigue la acción, con la cual se pone por obra lo que antes se ha pensado. Siempre, pues, que nos sintamos impulsados a obrar, a pensar o a hablar, debemos procurar que todas nuestras palabras, obras y pensamientos tiendan a conformarse con la norma divina del conocimiento de Cristo, de manera que no pensemos, digamos ni hagamos cosa alguna que se aparte de esta regla suprema.

Todo aquel que tiene el honor de llevar el nombre de Cristo debe necesariamente examinar con diligencia sus pensamientos, palabras y obras, y ver si tienden hacia Cristo o se apartan de Él…En efecto, es la misma y única nitidez la que hay en Cristo y en nuestras almas. Pero con la diferencia de que Cristo es la fuente de donde nace esta nitidez, y nosotros la tenemos derivada de esta fuente. Es Cristo quien nos comunica el adorable conocimiento de sí mismo, para que el hombre, tanto en lo interno como en lo externo, se ajuste y adapte, por la moderación y rectitud de su vida, a este conocimiento que proviene del Señor, dejándose guiar y mover por Él. En esto consiste (a mi parecer) la perfección de la vida cristiana: en que, hechos partícipes del nombre de Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros sentimientos, con la oración y con nuestro género de vida, la virtualidad de este nombre»

San Gregorio de Nisa, Sobre el perfecto modelo de cristiano, PG 43, 283-286


El Hijo amado del Padre, se hizo hombre como nosotros naciendo en Belén de Judá para hacernos partícipes de su vida divina y nos muestra la altura de nuestra vocación y el gozo que anima el espíritu de una vida según las bienaventuranzas, que, aunque a momentos toque pasar períodos de Cruz, también se habrán de vivir momentos de alegría en esta vida, los primeros son la purificación necesaria para librarnos de las ataduras del pecado y de la muerte, los segundos son la antesala de lo que aún está por venir.


«Todo lo hasta ahora dicho por el Señor lo había referido a lo por venir: el reino de los cielos, la recompensa inexplicable, el consuelo a los que lloran y todo lo demás; mas ahora nos quiere dar los frutos que aún acá hemos de cosechar, nos quiere mostrar cuán grande es, aun para la presente vida, la fuerza de la virtud. ¿Cuál es, pues, la fuerza de la virtud? El vivir con seguridad, el no ser presa fácil de ninguna desgracia, el estar por encima de cuanto pudiera dañarnos. ¿Puede haber bien comparable con ése? Ni el mismo que se ciñe la diadema puede adquirirlo para sí mismo. Ése es privilegio del que practica la virtud. Sólo éste lo posee con creces; sólo el goza de calma en medio del Euripo y el mar revuelto de las cosas humanas. Porque eso es justamente lo maravilloso, que, no habiendo bonanza en el mar, sino tormenta deshecha y grande agitación y tentaciones sin cuento, nada puede turbar lo más mínimo al hombre virtuoso…llama aquí el Señor figuradamente lluvias, ríos y vientos a las desgracias y calamidades humanas, como calumnias, insidias, tristezas, muertes, pérdidas en lo propio daños de los extraños y todo, en fin, cuanto puede llamarse males de la vida presente. Mas un alma así – nos dice el Señor- a ninguno de estos males se abate; y la razón es porque está cimentado sobre roca viva. Y sobre roca viva llama a la firmeza de su doctrina. A la verdad, más firmes que una roca son estos preceptos de Cristo, que nos levantan por encima de los oleajes humanos. El que con perfección los guardare, no sólo saldrá triunfador de los hombres que pretenden ofenderlo, sino de los mismos demonios que le tienden asechanzas»

San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Ev. De Mateo¸ 24, 2


Roguemos al Señor nos conceda la gracia de saber acoger su paso por nuestra historia, para que la meditación asidua de la vida de Cristo y la frecuencia en la participación de los sacramentos sean para nosotros ocasión de edificación espiritual para mayor gloria del Padre.

IMG: Miniatura medieval que presenta la reconstrucción de la ciudad de Jerusalén