Un amor que se difunde

5 de enero

1 Jn 3, 11-21. Estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos
Sal 99.Alabemos a Dios, todos los hombres
+Jn 1, 43-52. Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el rey de Israel

La primera carta de san Juan, hemos dicho en otra ocasión, tiene por centro la caridad “Dios es amor” confesamos todos los cristianos, pero el apóstol no sólo busca enseñar una doctrina teórica sino que busca invitarnos una y otra vez a vivir esta realidad, el Dios del amor, se hizo carne, puso su morada entre nosotros, vino a nuestra historia para entrar en ella y permanecer ahí, transformándola con su amor de manera que nosotros lleguemos a irradiar la belleza de amor, a que él se manifiesta en todas nuestra actitudes y comportamientos, pensamientos y sentimientos.

El texto proclamado en este día nos recuerda la llamada a la vida de santidad, ¿y qué es la santidad? pues esta no es otra cosa sino la perfección de la caridad, la perfección del amor, por lo que el hombre santo es aquel que busca la gloria de Dios y el bien de su hermanos, es aquel que vive la vida del Espíritu dando frutos de amor.

El cristiano es aquel hombre que se descubre amado por Cristo, que descubre en Él el amor que sacia todo aquello que tanto había anhelado, que descubre la hermosura y la dulzura del plan de Dios para su vida y la de toda la humanidad, no puede quedarse callado, sino que a ejemplo de Juan Bautista y Andrés busca que otros les conozcan, ya no se reconoce a sí mismo como el centro de la historia, sino a Cristo, y busca que muchos otros le sigan.

San Juan Crisóstomo comentando este pasaje escribía:

«Andrés tras haber conversado con Jesús y aprendido su doctrina, no la reservó celosamente para sí como un tesoro, sino que acudió corriendo a casa de su hermano para hacerle partícipe de los bienes que había recibido. ¿por qué el bienaventurado Juan no divulgó lo que les dijo Cristo? ¿Cuál fue la razón por la que permanecieron junto a Él?…Notad lo que dice el discípulo a su hermano: “Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir el Cristo”. ¿No veis cómo con esa sola frase reveló todo lo que había aprendido en tan breve tiempo? Manifiesta el poder de la palabra del maestro que les había convencido de eso y el intenso deseo y el celo que desde hacía mucho tiempo animaba a los discípulos. Esa frase es expresión de un alma que ardientemente deseaba la venida del Mesías y que exulta y se llena de alegría cuando ve la esperanza convertida en realidad y se apresura a anunciar a sus hermanos tan feliz noticia. Era, además, un gesto de amor fraterno, de profunda amistad, de generosidad desinteresada éste de comunicarse entre los parientes los tesoros espirituales.»

Todo aquel que ha renacido por la aguas del Bautismo ha comenzado a vivir una nueva vida en Cristo, de hecho decimos, ha sido divinizado, ha comenzado a gozar de la vida de un hijo de Dios. ¿Y en qué se conocen los hijos de Dios? En que aman. Éste es el ejemplo que nos dio el hijo Unigénito del Padre, éste es el ejemplo que nos dio Jesús, es más, Él, no sólo es nuestro modelo sino que es el origen, la raíz, la fuente de la que brota ese amor. Puesto que todo cristiano está llamado a vivir bajo la Ley evangélica del amor, todo cristiano está ha llamado a amar, porque Dios lo ha amado primero en Cristo Jesús.

El amor al hermano lleva a procurarle siempre el bien, y el mejor bien posible en todo momento, para alabanza y gloria de Dios. Como hombres que han sido rescatados de la fauces del pecado y sus consecuencias por la fuerza del amor, no podemos sino querer que ese amor sea conocido, se servido y sea correspondido. A través de nuestras obras de misericordia con el prójimo en última instancia lo que estamos haciendo es llevar el mismo de amor de Jesús a los demás. De ese modo el amor de Dios que late en el Corazón bendito de su Hijo se difunde por todo el mundo, un amor que tiene su origen en la Misericordia del Padre.

Se trata de un amor que lleva incluso hasta la ofrenda la propia vida, la máxima expresión de este amor es el sacrificio, pues ya lo dijo el Divino Maestro “nadie tiene amor más grande como aquel que da la vida por sus amigos”. Así el signo del amor verdadero es que no quita la vida, al contrario la da donándose a sí mismo. Ya lo decía la carta de san Juan “En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos.” (1Jn 3, 16) 

«Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno» S. Beda, In   1   Epistolam Sancti Ioannis, ad loc.

Este amor es el que está en el fondo de todo discípulo misionero de Cristo, es el que movió a los primeros discípulos a conducirse el uno al otro hasta el Señor, Juan el Bautista condujo a Juan y Andrés, al decirles “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29); Andrés condujo a Pedro diciéndole “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41); Felipe condujo a Natanael diciéndole: “Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José.” (Jn 1, 45). El amor de Cristo y a Cristo nos mueve a la misión.

La llamada de Jesús a seguirle pasa por esta experiencia de un primer encuentro con Él, un encuentro en el que nuestra mirada se entre cruza con la del Amor de nuestras vidas, nuestro amado Jesús nos mira con misericordia, y invita a verle con apertura de corazón a la salvación por la que se inmoló por nosotros en la cruz. Así los cielos se nos abren, contemplamos las bendiciones del cielo y entramos en la presencia de Dios.

+Podemos incluso decirle “Tú eres pues la puerta, y, según lo que añades después, abres a todos los que quieren entrar. ¿Pero para qué nos sirve ver una puerta abierta en el cielo, nosotros que estamos sobre la tierra, si no tenemos el medio para subir allá? San Pablo nos da la respuesta: “el que subió, es el mismo que bajó”(Ef 4,9). ¿Quién es? El Amor. En efecto, Señor, es el amor que, de nuestros corazones, sube hacia ti porque es el amor que, de ti, descendió hasta nosotros. Porque nos amaste, descendiste hacia nosotros; amándote, podremos subir hasta ti. Tú que dijiste: “yo soy la puerta”, ¡en tu nombre, por favor, ábrete delante de nosotros! Entonces veremos claramente de qué morada eres la puerta, y cuando y a quien abres.”+

Guillermo de san Teodorico, Oraciones meditadas, VI, 5-7: SC 324.

El amor cristiano por tanto es misionero, porque este amor cuando se comparte no se divide sino que se multiplica. Es como lo que pasa en la santa Eucaristía, no importa si recibes una hostia consagrada entera, una fracción, por mínima que sea, o incluso una pequeña gota del vino consagrado, ahí está todo Jesús, el Cordero de Dios se da todo a todos los que nos abrimos a su gracia.

Vivir en santidad, es vivir en el amor de Dios, es hacer partícipes a otros de ese amor, es hacer experiencia de él, tal y como lo hicieron los primeros discípulos. Sucede que a veces nos encontramos con hermanos que dicen, ¿para qué vivir de este modo? ¿qué saco con ir a la Iglesia? Ella no me da de comer, yo no tengo reparo, yo ya soy así nadie me cambia, etc. a veces incluso aquellos que parece que “están” en los caminos del Señor también toman esas actitudes, y poco a poco la fe se va apagando, la esperanza titubea, y el amor se entibiece. Si alguna vez te encuentras así, escucha la voz del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo que te dice “Ven y lo verás” escucha la voz del amado que de múltiples maneras nos invita a hacer experiencia de su amor y verás como la vida se transforma.

Roguemos al Señor nos conceda la gracia de saber reconocer su paso por nuestra historia, saber escucha su voz, y entrar en su morada, de tal modo que podamos decir también nosotros “¡ Qué amables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma añora, desfallece por los atrios del Señor; mi corazón y mi carne se alegran por el Dios vivo. Dichosos los que habitan en tu Casa te alabarán por siempre.” (Sal 83, 2-3.5)

IMG: «san Juan y San Bartolomé (Natanael)» de Dosso Dossi