La alegría del humilde

12 de enero o Sábado después de Epifanía

1 Jn 5, 14-21. Dios nos escucha en todo lo que le pedimos conforme a su voluntad
Sal 149. El Señor es amigo de su pueblo. Aleluya
+ Jn 3, 22-30. El amigo del novio se alegra de oír su voz

La carta de san Juan nos recuerda en este día la importancia de la oración de intercesión, aquella plegaria que elevamos en favor de otros, por un lado se nos dice “si le pedimos algo según su voluntad Él nos escucha” puesto que Jesús dijo “Pidan y se les dará” (Mt 7,7) y también dijo “lo que pidan en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me piden algo en mi nombre, yo lo haré.”  (Jn 14, 13-14) pero también añade este texto la carta una clarificación “según su voluntad” y ¿cuál es la voluntad de Cristo? “busquen el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33) por ello dirá la carta de san Juan que oremos por la salvación de nuestros hermanos al decir “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no lleva a la muerte, que pida y le dará la vida.” (1 Jn 5, 16) ¿Esto significa que es malo o que no podemos suplicar por algo material o terreno? ¿que hay de un trabajo, una casa, el vestido, la comida etc.?

Para resolver esto recordemos que en todas las cosas hemos de tener presente el fin, y el fin de nuestras vidas, nuestro fin, es el cielo, la comunión plena en el amor con Dios, por tanto toda oración en cuanto “elevación del alma a Dios” debe llevarnos a sobrenaturalizar nuestra visión sobre lo creado y sobre la vida, de modo que si se suplica un bien terreno sea en cuanto útil para nuestro itinerario hacia la santidad, hacia el cielo, hacia esa perfección de la caridad en la cual entraremos por la comunión con plena y sin obstáculos con el Señor.

Por otro lado vemos la carta nos dice que hay hermanos por cuales hay que pedir, aquellos que no han cometido un pecado que conduce a la muerte, y hermanos por los que no hay que pedir, hermanos que han cometido algún pecado que conduce a la muerte. ¿Cómo explicar esto?

En primer lugar, notar que en este punto vemos una vez más como la Iglesia desde los tiempos apostólicos ha distinguido entre pecado venial y pecado mortal, un pecado que no rompe nuestra amistad con Dios y otro por el cual nos apartamos de la amistad con Dios rechazando su amor, ahora bien, sabemos que mientras un hombre esté vivo puede entrar en la conversión y volverse a Dios.

«Hay pecado de muerte para los que permanecen en el mismo pecado; hay pecado no de muerte para quienes se apartan del mismo pecado. Ningún pecado hay, ciertamente, por cuyo perdón no ore la Iglesia, o del que, por la potestad que le fue divinamente concedida, no pueda absolver a quienes se apartan de él» San Gelasio I

Cuando la carta de san Juan nos dice  que hay “un pecado que lleva a la muerte: de éste no hablo al decir que se ruegue” (1 Jn 5, 16). No sólo esta haciendo alusión al pecado mortal sino a aquel que cerrándose a la misericordia de Dios decide rechazar su perdón empecinándose en ello, lo que se ha conocido como el pecado contra el Espíritu Santo, que nos es otra cosa sino el rechazo de la salvación. De este pecado era que escribía Dante a las puertas del infierno “Lasciate ogni speranza o voi che entrate”

Por ello el Catecismo de la Iglesia nos recuerda que:

“El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana contra el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es eliminado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios.” (CEC 1861)

Al reconocer estas verdades nos deberíamos sentir interpelados por el amor de Cristo, que no quiere que nadie se pierda, la carta lo recuerda al decirnos hacia el final “sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado la inteligencia para que conozcamos al Verdadero; y nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna.” (1 Jn 5, 20).  Ya antiguamente por boca de Ezequiel decía el Señor “¿Acaso me complazco yo en  la muerte del malvado-oráculo del Señor y no más bien que se convierta de su conducta y viva” (Ez 18,23). Y es que hermanos tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para salvarnos, no para condenarnos (cf. Jn 3, 16-17), el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en la Cruz para abrirnos las puertas del cielo, y no sólo hizo eso sino que al resucitar nos ha dado una nueva vida y la vida por lo cual somos hijos de Dios, por lo cual podemos clamar, por la acción del Espíritu en nosotros “Abba, Padre” (cf. Rm 8, 15).

El cristiano al escuchar la invitación a la oración de intercesión, descubre que viene de aquel impulso misionero que en el Señor pone en nuestros corazones, de aquel llamado a compartir la fe, la esperanza y la caridad de que han recibido, a que todos los hombres puedan experimentar a través de ellos el amor del Corazón de Cristo, en cada oración, en cada palabra, en cada gesto “—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt 28, 19-20)

Llegamos al final de la semana, y contemplamos ahora al último de los grandes profetas, san Juan Bautista, el cual nos da un gran ejemplo de la alegría del humilde. Todo su discurso está empapado de estos buenos sentimientos de su corazón hacia Cristo. San Juan Bautista se reconoce como amigo del Esposo, y gran ejemplo de amor amistad, se dice que el verdadero amigo es aquel que es benevolente, es decir que quiere el bien para el otro, y en términos cristianos podríamos decir que un amigo de Cristo lo único que quiere es que Él sea amado, conocido y servido, quiere que se le tribute el honor que merece. No tiene temor de decir las palabras de Juan “es necesario que Él crezca y que yo disminuya”. ¡Que caridad! ¡que gran amor! ¡que capacidad de olvidarse de sí mismo!

Decíamos que san Juan Bautista es un exponente privilegiado de la alegría que produce la humildad. Esta virtud nos ayuda a regular el afán desordenado de excelencia, es decir es la virtud opuesta a la soberbia pero ¿de qué manera lo hace? Podríamos responder, a través del realismo, sí, la humildad como diría santa Teresa de Jesús, es andar en la verdad, es saber reconocer lo que somos, creaturas frente al Creador, seres finitos frente al infinito de Dios, hijos dependientes de su Padre y que saben que cuentan con Él. Así la humildad está muy relacionada a la sana autoestima, que lleva reconocer las propias capacidades y aptitudes, así como las propias limitaciones. La humildad nos hace vivir en la realidad y no en fantasías baratas que puede crear nuestra imaginación, como por ej. Sucede cuando nos otorgamos lugares que no nos corresponden, sea el primero o el último. El humilde sabe que es lo que es delante de Dios. Nada más, ni nada menos. Por ello es feliz, porque no se frustra frente a lo que no puede controlar, ni se afana por tener que controlar excesivamente aquello que sí puede.

Hace falta la humildad de saberse necesitado del amor del Señor para poderse abrir a Cristo, y su mensaje de amor, no se trata de conducir la gente hacia nosotros mismos, sino hacia Él. Por ello en cada una de nuestras acciones aquello que buscamos es que el sea cada vez más Amado, y haciendo esto también nosotros nos ganaremos cada vez más el beneplácito divino.

O como lo decía el príncipe de la teología, santo Tomás de Aquino: “«Es necesario que Cristo crezca en ti, para que progreses en su conocimiento y amor: porque cuanto más lo conoces y lo amas, tanto más crece Cristo en ti» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Ioannis, ad loc.)”.

IMG: «san Juan Bautista» de Anibal Caracci