El acontecimiento vivido por los apóstoles junto al Señor en el Evangelio de este domingo ciertamente nos recuerda que nuestra vida en este mundo es un viaje en el que vamos avanzando junto al Señor como peregrinos que van hacia la tierra prometida, que van juntos a las moradas eternas, a la casa del Padre, es ahí donde encontramos el puerto seguro, lugar de descanso, de alegría y dicha que no conocerá fin. Sin embargo, mientras vamos de camino, como navegantes que se hacen a la mar, a veces encontraremos vientos favorables, otras veces habrá que remar con intensidad, otras habrá que vivir el calor, el frío, la soledad o el silencio, y otras habrá que soportar las tempestades que se encuentran en el camino.
La vida espiritual es dinámica, nuestro camino hacia la unión plena con Dios tiene diferentes momentos, a veces experimentaremos grandes consuelos espirituales al contemplar las maravillas y bendiciones del Señor, otras veces pasaremos por sequedades y arideces donde no percibimos su presencia, en ocasiones viviremos períodos de tentación o de temor a causa de las asechanzas del enemigo y también habremos de soportar períodos de crisis que vienen a causa de factores externos a nosotros, baste pensar en las enfermedades, los problemas sociales, o las dificultades económicas e incluso las problemáticas familiares.
En el pasaje de hoy vemos la actitud de preocupación de los apóstoles dibujada por el modo en que el evangelista describe aquella tempestad, tienen miedo al naufragio, parece que todo les juega en contra y Aquel al que han visto obrar grandes milagros y expulsar demonios se encuentra dormido, y reclaman porque les parece desinteresado por ellos. Los períodos de tempestad, los períodos de crisis revelan lo que llevamos dentro, nos revelan nuestra limitación, nuestra fragilidad, nuestra debilidad, estos períodos nos muestran de qué estamos hechos realmente, nos manifiestan dónde ponemos nuestra seguridad. El reclamo de los apóstoles lo que nos enseña es que en la dificultad antes que suplicar el auxilio divino y antes que acudir a Jesús para que les ayude, optan por dudar de su amor por ellos. Esta es la típica actitud del hombre terreno ante los problemas.
Por otro lado, la actitud de Jesús nos revela otra cosa. Él duerme tranquilo (y es la única vez que se dice en los Evangelios que el Señor duerme). De alguna manera manifiesta su confianza plena el Padre, esta es la actitud del Hijo, y en medio de la crisis responde con una palabra que hiere pero que ha de mover a la conversión, «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Y es que sus discípulos habían visto las grandes obras que Él realizaba, la actitud humilde y sencilla con la gente aquejada de las más grandes enfermedades solicitaba su ayuda, y cómo Él había liberado de tantos males a tantas personas, y aún así su actitud reflejaba su incredulidad, Él que se había interesado por todos los que andaban cansados y agobiados como ovejas que no tienen pastor ¿acaso sería indiferente ante la dificultad de sus amigos? El Señor no se desinteresa, pero actúa a su tiempo. En medio de la crisis Él nos invita a reconocerle, a confiar en su acción, a volvernos hacia Él, y saber que aún de aquella situación crítica en incomprensible puede sacar abundantes bienes, pero no serán bienes aparentes si no reales. Él calma la tempestad, entonces los discípulos maravillados y hasta asustados se preguntan quién es éste, ¿Cuándo los problemas pasan nos planteamos también esta pregunta? ¿Sabemos reconocerle? Recordemos Jesús es el Hijo de Dios vivo que asumió nuestra naturaleza mortal para llevarnos a gozar de la vida divina.
“Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti… Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás…El comienzo de la fe es reconocerse necesitado de salvación, necesitado de Jesús. La fuerza de Dios es capaz de sacar incluso de los males, bienes.” Papa Francisco
En nuestro diario caminar, mientras vamos peregrinos hacia el cielo, conforme nos vamos haciendo semejantes a Cristo, hemos de aprender de Él a abandonarnos en los brazos del Padre, sabiendo que Él nos llevará a puerto seguro, este santo abandono no es un acto pasivo sino activo, pues implica una atenta vida de oración meditando su Palabra, frecuentar la vida sacramental, permanecer y perseverar en la vida comunitaria, ejercitar la solidaridad fraterna, etc. Puesto que así le conoceremos y clamaremos a Él en la dificultad, san Agustín decía que Jesús duerme en nosotros cuando nuestra fe está dormida, de modo que si la activas Él estará despierto en ti para hacer frente a la tempestad.
Queridos hermanos, el testimonio de los apóstoles no niega los períodos difíciles aún y estando en compañía de Jesús, ellos forman parte de nuestro caminar porque ahí somos purificados de nuestras formas terrenas de ver, de sentir y de vivir. La fe nos da un horizonte más amplio. Los cristianos no negamos nuestra realidad, por difícil que se presente, sino que la asumimos en el Amor de Cristo confiando en su palabra, poniendo nuestra seguridad en Él, sabiendo que el transformará todo para mayor gloria de Dios Padre y en verdadero gozo para nuestras almas de modo que también se dirá de nosotros como se decía en el salmo “se alegraron de aquella bonanza y Él los condujo al ansiado puerto” (Sal 107, 30).
Lecturas:
• Jb 38, 1.8-11. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas.
• Sal 106. ¡Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!
• 2Co 5, 14-17. Ha comenzado lo nuevo.
• Mc 4, 35-40. ¿Quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!
IMG: Jan Brueghel «Cristo en la tormenta en el mar de Galilea»