«Por eso, tú que juzgas, quienquiera que seas, eres inexcusable; porque en lo que juzgas a otro te condenas a ti mismo, ya que tú, el que juzgas, haces lo mismo. Pues sabemos que Dios condena según la verdad a los que hacen esas cosas. ¿Y tú, hombre que juzgas a los que hacen las mismas cosas que tú, piensas que escaparás al juicio de Dios? ¿O es que desprecias las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, y no sabes que la bondad de Dios te lleva a la penitencia? Tú, sin embargo, con tu dureza y con tu corazón que no se quiere arrepentir, atesoras contra ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual retribuirá a cada uno según sus obras: la vida eterna para quienes, mediante la perseverancia en el buen obrar, buscan gloria, honor e incorrupción; la ira y la indignación, en cambio, para quienes, con contumacia, no sólo se rebelan contra la verdad, sino que obedecen a la injusticia. Tribulación y angustia para todo hombre que obra el mal, primero para el judío y luego para el griego. Gloria, en cambio, honor y paz a todo el que obra el bien, primero para el judío, luego para el griego; porque delante de Dios no hay acepción de personas.» (Rm 2, 1-11)
La doctrina de san Pablo en este punto nos presenta el profundo conocimiento que tenía del obrar humano, su primera aseveración reconoce un fenómeno muy común entre los hombres, aunque no por ello algo positivo, y es la proyección de los propios defectos en el otro, usualmente lo primero que criticamos en otro son cosas en las que uno mismo probablemente cae, no siempre del mismo modo pero sí algo llevan, esto ocurre sobre todo en aquellas murmuraciones condenatorias, ojo no estamos hablando aquí de corrección fraterna, sino la prontitud, o más bien, la precipitación y temeridad en los juicios sobre la vida del otro. Más aún, dicha temeridad es propia de un principiante e inexperto que se apresura a realizar juicios sin contar con todos los elementos necesarios para ser justo.
En este sentido quien se deja llevar por esto antes que hacer bien a su hermano, hace un daño tanto al otro como así mismo porque se hace digno de reprensión, e incluso habiendo de ser un signo de Dios en este mundo, con su obrar no sólo es mal testimonio sino que precipitándose hace parecer a Dios como justiciero inmisericorde, olvidándose que en su infinita justicia el Señor también es el rey de la misericordia, la bondad y la paciencia de Dios se manifiestan de modo especial en la amorosa espera que hace del pecador para que cambie de actitud, se convierta y viva.
Finalmente expone como la doctrina de la retribución por el bien o el mal obrado aplica a todos los hombres, la Iglesia nos enseña al respecto:
“Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado «todo juicio al Hijo» (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31).” Catecismo de la Iglesia Católica n. 679
Que la palabra del apóstol nos ilumine para aprender a vivir considerando desde la misericordia del Padre todos los acontecimientos con que hemos de tratar en nuestra jornada, de modo que en todo podamos ser un resplandor de su amor.
IMG: Detalle del «Juicio final» de Miguel Ángel