Frente a la debilidad

«Porque sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; pues querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro… Así pues, yo mismo sirvo con el espíritu a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado.» Rm 7, 18-25

Prosiguiendo su discurso el apóstol comienza a identificar como el hombre lleva en sí una cierta tendencia, una inclinación, una debilidad propia, no obstante busca hacer el bien no siempre termina realizándolo.

El Catecismo de la Iglesia nos enseña que:

“En sentido etimológico, la “concupiscencia” puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu” (cf. Ga 5, 16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (cf. Concilio de Trento: DS 1515).

En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el “espíritu” y la “carne”. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:

«Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras —mejor dicho, de las disposiciones estables, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem, 55).” (CCE 2515-2516)

La primera carta de San Juan (1 Jn 2, 16) la clasifica entres tipos:

  1. La concupiscencia de la carne: santo Tomás de Aquino dirá que esta puede llamarse natural en cuanto que se relaciones a las “cosas que con se sustenta la naturaleza del cuerpo, ya en cuanto a la conservación del individuo por ej, la comida y la bebida y cosas semejantes, ya en cuanto a la conservación de la especie como ocurre en las cosas venéreas” (Sth I-II, q. 77 a.5) Es decir, que se trata de esa tendencia a dejarnos llevar por el deseo desordenado de placer sensible y el horror sufrimiento, en un primer momento es claro que se refiere a todo aquello que deriva de la sensualidad, pero también tiene que ver con la búsqueda por obtener siempre lo más cómodo que viene de la pereza;

  • La concupiscencia de los ojos: ésta es sobre todo una concupiscencia anímica ya que va sobre “aquellas cosas que no procuran sustento o delectación por los sentidos de la carne, sino que son deleitables por la aprehensión de la imaginación o por una percepción similar, como son el dinero, el ornato de los vestidos y cosas semejantes” (Sth I-II, q. 77 a.5) es frecuentemente asociada a esa tendencia a dejarse llevar solo por la superficialidad, sólo por aquello que se ve como por ej. Las riquezas. Si vemos en el fondo lo que hay es un desorden en el modo de conocer, por ello aquí también se ha incluido lo que en espiritualidad se llama la vana curiosidad, todo hombre lleva en su interior ciertamente un deseo de conocer la verdad, y esto que es muy loable y puede ser ocasión de la sana virtud de la estudiosidad si no se ordena adecuadamente puede degenerarse en este vicio, santo Tomás de Aquino dice que hay cuatro modos en que esto ocurre: cuando por estudiar lo menos útil se retrae uno de estudiar lo que es necesario; cuando uno se afana por aprender de quien no debe (por ej. La adivinación), deseando conocer las criaturas sin ordenarlo al Creador y cuando nos queremos aplicar al conocimiento de la verdad por encima de la vanidad de nuestro ingenio lo cual conduce al error (cf. Sth II-II, q. 167 a.2)

  • La soberbia de la vida, ésta se refiere al apetito desordenado por el bien arduo, pues la soberbia es el afán desordenado de propia excelencia, se trata de un anhelo malsano de búsqueda de honores, cayendo en la vanidad y vanagloria. Es la jactancia de los bienes terrenos, de las riquezas y de la fortuna, la idolatría del propio yo, la autosuficiencia o como diría el Papa Francisco la “autorreferencialidad”. La persecución del fasto, el lujo excesivo y exaltación de sí mismo.

Es maravilloso ver con san Pablo no se manifiesta exento de esta tendencia, sus palabras nos manifiestan ese dolor que provoca en él ver esta realidad, sin embargo el modo en que concluye esa sección es maravilloso, hace finalmente un acto de confianza en el Señor, más allá de su debilidad propia contempla la fuerza de la gracia, contempla a Cristo Jesús, es por Él, es en Él que el hombre finalmente puede vencer, y es que volvemos al trasfondo de lo que ya hablaba cuando comentaba la fe de Abraham, la mirada no va puesta tanto en la miseria del hombre sino en la misericordia de un Dios que ama tanto a la humanidad que la asumió sobre sí para elevarla y hacerla participar de su divinidad.

IMG: «San Pablo» pintura del Guercino