Esperanza

“No tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera.” (Hb 13, 14)

A menudo el ancla ha sido utilizada como una imagen de la esperanza cristiana, porque así como un barco permanece firme en el mar a pesar del vaivén de las corrientes gracias a este instrumento, así mismo el cristiano teniendo su corazón anclado en el cielo como su meta sabe que en medio del vaivén de las olas de este mundo no pierde de vista su meta.

La esperanza es una de las grandes virtudes del cristiano que le permite afrontar los desafíos de esta vida con una perspectiva diferente, si grande es su fe, grande ha de ser su esperanza, por la fe creemos, por la esperanza anhelamos que aquelllo que creemos llegue a su cumplimiento y lo empezamos a gustar desde ya, confiando en que Dios dará los divinos auxilio  para alcanzarlo.

“La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre” (Catecismo n. 1818) por naturaleza todo ser humano vive buscando esta felicidad, vemos como ante las dificultades del día a día, grandes o pequeñas, el hombre siempre anda en busca de paz, de sosiego, de algo que calme su corazón y lo consuele, el sufrimiento que produce el pecado y sus consecuencias, revelan en el hombre una profunda insatisfacción, y aun cuando éste se encuentra caminando en la vía del bien, luchando contra el hombre viejo, descubre en sí mismo que existe otro modo de vivir, al cual Cristo responde brindándole sus auxilios divinos, iluminando su camino con su Palabra y concediéndole sus gracias por la oración y los sacramentos, de tal modo que fortalecido se lance con mayor ahínco en la “conquista” de la tierra prometida, pero aquella confianza en que esa palabra no fallará proviene de la esperanza, pues sabe que su anhelo un día llegará convertirse en una realidad concreta, en este punto fe y esperanza se entre tocan, pues lo cree la primera, lo anhela la segunda.

Por la virtud de la esperanza todas las actividades del hombre se dice que son purificadas en su intención, pues por ella buscamos “ordenarlas al Reino de los cielos”, quien sabe que forma parte de la Iglesia peregrina sabe que se encuentra en camino, y en este movimiento, ningún paso es del todo indiferente, cada acción debe ser orientada a la consecución de nuestro fin último, es decir que por la esperanza relativizamos todo en vistas al cielo.

Consideramos las cosas en cuanto son útiles para nuestra salvación, es la virtud que se encuentra tras aquel famoso adagio latino quid hoc ad aeternitatem? (¿De qué aprovecha esto para la vida eterna?). Podría ser que en el correr del día a día, de hora en hora y de minuto en minuto, no siempre tenga presente en “acto” esta búsqueda del cielo en cada actividad, pero al hacernos buenos propósitos al inicio de la jornada esta intención estará presente de modo “virtual”, es decir como subyacente en todas nuestras acciones, se realizará como una cualidad de nuestro modo de actuar.

La esperanza cristiana también produce ciertos frutos: “protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.” (Catecismo n. 1816)

La esperanza cristiana nos reanima y nos lleva a contemplar nuestra historia como historia de salvación, ella purifica nuestra memoria de aquellos factores que en muchas ocasiones nos llevan a la melancolía y tristeza. Por definición la memoria es la facultad del alma que retiene las especies inteligibles, a las que llamamos recuerdo. Todo cuanto conocemos de alguna manera u otra queda registrado ahí. Al recordar los beneficios recibidos y honrar a Dios por ellos (gratitud) y al recordar las promesas de futuro que nos han sido prometidas, anhelándolas con profundo amor y viva confianza en que Dios es fiel y llevará acabo lo que nos ha anunciado, nosotros hacemos ejercicios de esperanza, tal y como lo hacía el antiguo pueblo de Israel, que hacía memoria de los grandes acontecimientos en los que Dios había intervenido en su historia, que es lo que el Papa Francisco llama memoria deuteronómica.

Este es un gran don que el Señor nos ha dado, y hemos de cuidarlo, tanto más cuanto que a nosotros no se nos ha prometido un reino terreno, sino el Cielo, la bienaventuranza eterna, la comunión plena en el amor con la Trinidad Santísima, el gozo eterno de Dios junto con los ángeles y santos, el llegar a estar con aquel que da sentido a nuestras vidas, el poder estar en la presencia del Amor que cambio para siempre la historia de la humanidad y en ella nuestra historia personal. Aquel del que dijo san Pablo “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2, 20)

“…nosotros necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es » realmente » vida.” (Benedicto XVI)

En primer lugar y ante todo pedir al Señor la gracia de poder crecer en ella, ya que Dios nos viene a Él hemos de suplicarla, luego hemos de disponernos a su crecimiento trabajando algunos puntos. Consideremos las palabras de Jesús en el evangelio de san Juan “Sin mí nada pueden hacer” (Jn 15, 15), es decir sin la gracia de Dios no podemos absolutamente nada, y arrojémonos en sus manos confiando totalmente en su amor porque como diría san Pablo “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Flp 4, 13). La salvación se ofrece a todos pues Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” pero hemos de cooperar con docilidad a su gracia (1 Co 15, 10).  Si tropezamos, incluso si caemos, clamemos al Señor como san Pedro “Señor, sálvame” (Mt 14, 30), volvámonos hacia Él, pongamos nuestra mirada en Él “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra” (Sal 120, 1-2). Busquemos su gracia y su bondad en el sacramento de la reconciliación frecuentemente, recordemos las palabras del Papa Francisco en una de sus primeras intervenciones luego de su elección “Dios no se cansa de perdonarnos”. Y con firmes propósitos de enmienda entremos en la conversión del corazón. 

Anhelemos con cada vez más fuerzas los bienes del cielo, y contemplemos como los placeres, la búsqueda mal sana de honores, aplausos y respetos humanos son todos efímeros, como decía santa Teresa “todo se pasa, Dios no se muda”.

las cosas de este mundo valen en cuanto nos ayudan a granjearnos los gozos eternos del cielo, recordemos aquella famosa frase de san Francisco de Borja “No más a servir a señor que se me pueda morir”. Y si en esta tierra tenemos la dicha de gozarnos en el amor de nuestra madre la Iglesia, de nuestros familiares y amigos, de contemplar las maravillas de la creación, de alegrarnos en los consuelos divinos de la oración, recordemos que ellos son sólo anuncios de lo que está por venir, que estas cosas si acaso son como el maná, pero que el verdadero banquete viene después.

La virtud de la esperanza es un don precioso que el Padre nos dio, ella purifica nuestra memoria de las cosas del pasado, nos motiva a vivir mejor el presente en vista al futuro que nos ha sido prometido.

IMG: Cementerio de Woodland en Iowa