Vida, esperanza y humildad

El hombre llamado a la vida camina con la esperanza de la resurrección futura, mostrándose agradecido con Dios que no lo ha abandona a la muerte, busca en todas sus obras dar Gloria a Aquel que le amó primero.

Martes – XXXII semana del tiempo ordinario – Año Impar

 Sb 2, 23-3, 9; Sal 33; Lc 17, 7-10

“Los que confían en él comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque la gracia y la misericordia son para sus devotos y la protección para sus elegidos”

Sabiduría 3, 9

En la primera lectura encontramos como el autor sagrado nos enseña que el hombre fue creado por Dios para la vida, no para la muerte, y el libro la sabiduría nos explica que ésta es consecuencia del pecado original, ya que el demonio envidioso (Sb 2, 24) del hombre lo condujo a ir contra la voluntad de Dios. Y ciertamente la muerte física causa un gran shock para todos, resulta incomprensible, hay algo en nuestro interior que nos dice que esto, aunque es parte de nuestra existencia terrena, hay algo que no va, de hecho, el hombre lo experimenta como un momento de turbación, y es porque no es este el llamado original del hombre.

Signo de esta vida a la que está llamado el hombre es la así llamada ley natural por la cual todo hombre es capaz de distinguir el bien por hacer y el mal a evitar, pero el Señor tuvo gran misericordia de nosotros, y para no dejarnos abandonados al pecado y la muerte, se formó un Pueblo y en él, llegada la plenitud de los tiempos envió a su Hijo único, Nuestro Señor Jesucristo, el cual se encarnó en el seno de la santísima Virgen María;  con su Pasión, Muerte y Resurrección, no sólo venció al pecado y la muerte sino que nos ha llevado a una nueva vida, haciéndonos participar de la dignidad de hijos de Dios en su Iglesia. Gran don de Dios para el hombre, no sólo sana al hombre, sino que lo eleva a algo muchos más elevado al hacerle gozar de su misma vida divina. Y esta nueva vida, llegará a su plenitud cuando nuestros cuerpos sean resucitados para su gloria, tal y como lo decimos en el Credo cada domingo «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»

No debemos olvidar que otra dimensión de la muerte más allá de la física, es aquella del alma la cual viene por el pecado mortal, cuando el hombre contrariando gravemente la voluntad de Dios rechaza su amistad, seducido por los placeres y vanidades de este mundo «viviendo» a su antojo y quedando insastifecho. Y es que el hombre ha sido creado para amar, y cuando se deja llevar por el pecado busca encontrar consuelo en las criaturas, ídolos y o situaciones que aunque le dan una aparente felicidad, no son capaces de llenar el vacío que siente en su interior, y busca más y más, quedando siempre más y más insatisfecho; sólo Dios puede satisfacer la sed de amor que lleva el hombre inscrita en su corazón, colmándolo con su Amor infinito.

«Se nos proponen juntamente estas dos cosas: la muerte y la vida, y cada uno irá a su propio lugar. Es como si se tratara de dos monedas, una de Dios y otra del mundo, que llevan cada una grabado su propio cuño: los incrédulos el de este mundo, y lo que han permanecido fieles por la caridad, el cuño de Dios Padre, grabado por Jesucristo»

San Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios, 5,2

Sabiendo que hemos sido creados y llamados en Jesucristo a este gran fin, los cristianos somos hombres que viven en esperanza, que por definición es la aspiración «al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CEC 1817) El cristiano vive con la mirada en el cielo, y todo el bien que realiza lo hace con vista a ello, puesto que ahí entrará en la unión plena y perfecta con Aquel que lo amó primero, y que le resucitará para la gloria. La lectura del libro de la sabiduría nos da ocasión hoy para preguntarnos, ¿vivo como un hombre que ha sido llamado a gozar del cielo? Aunque ciertamente sufrimos ante los momentos de cruz, enfermedades u otras circunstancias ¿Cómo asumo el dolor?

El mundo se queda sorprendido y no entiende la suerte de aquellos que viven de la fe, puesto que aparentemente son considerados fracasado o privados de ilusión, sin embargo, las dificultades no lo destruyen sino que lo fortalecen conforme al fin por el que vive, que es la gloria de Dios, vive con otras categorías, no tiene miras cortas sino que apunta a algo más grande todavía. La esperanza del Reino no significa que el hombre se queda de brazos cruzados en un conformismo relajado, antes bien lo debe impulsar a vivir con coherencia de aquello que anhela, ciertamente la mirada puesta en el cielo, pero con los pies en la tierra. Ahora bien, si reconozco que todas estas gracias vienen de Dios, y que lo que hago es acogerlas y vivir conforme a ellas, ¿de qué nos hemos de gloriar sino de que Dios ha si bueno con nosotros?

“…hemos hecho lo que teníamos que hacer»

San Lucas 17, 10

Con ello podemos meditar también sobre la sentencia de Jesús, la cual se convierte para nosotros en una advertencia contra la vanagloria que encontramos en el Evangelio que contemplamos hoy. Este vicio es como el boxeador, hay que estar atentos porque no golpea sólo una vez, sino que ataca primero con el gancho derecho y luego con el izquierdo, por ejemplo, puede ser que alguien no se vanagloría de que tiene bienes materiales, pero puede ser que por el hecho de estar desapegado ello se crea mejor que los demás y juzgue a los que caen en otros vicios, y así se ve como de la vanagloria se transformó bajo la apariencia de virtud y lo llevo a pecar contra sus hermanos.

 «Este vicio…cuando ataca la mente para inducirla a ufanarse de algún bien material y se ve rechazado con el escudo de una respuesta contraria, entonces, gracias a su malicia multiforme, cambia de rostro y aspecto, e intenta asestar un golpe y de degollar al vencedor bajo la apariencia de virtud»

Juan Casiano, Inst. cenob. XI, 2

La vanagloria se combate con la humildad, que como decía santa Teresa de Jesús «es andar en la verdad», reconocer que todo lo hemos recibido de Dios, ello nos ayudará no sólo a rechazar la tentación de este pecado, sino a aprovechar mejor las gracias que el Señor nos concede, porque reconociendo que de Él nos vienen, hemos de poner mayor diligencia en hacerlas fructificar. Por ejemplo, un estudiante que sabe que ha adquirido un título que le permitirá trabajar no se quedará con la mirada corta de haber conseguido un empleo, sino que reconociendo que correspondiendo a ese don, buscará hacer su trabajo de la mejor manera posible mostrandose así agradecido haciendo un acto movido por el amor y con el que dará gloria a Dios. «Gracias a Dios» «Dios mediante» «Quiera Dios» etc. no deben ser frases usadas sin sentido, meditemos lo que significan y encontraremos una gran sabiduría que nos transmite nuestro lenguaje y que nos ayudará a vivir de cara a Dios.

Roguemos al Señor en este día nos conceda la gracia de un corazón de sencillo y humilde que sepa reconocer las gracias que nos vienen de Él, y con las esperanza puesta en su amor, caminemos nuestros días dando Gloria a quien es fuente de todo bien.

Nota: La imagen es la «Alegoría de la humildad» la puerta sur del Baptisterio de Florencia, obra de Andrea Pisano.