«He aquí nuestro Dios; viene en persona y nos salvará»

Lunes – II semana de adviento

Is 35, 1-10; Sal 84; †Lc 5, 17-26

La curación del paralítico es una de aquellas escenas en la Sagrada Escritura que nos revelan el corazón misericordioso de Jesús que se compadece viendo la fe de aquellos hombres que traían al enfermo a la casa donde se encontraba Él, llegando hasta abrir un hueco en el techo de la casa, porque creían que podría curarle.

También nos muestra la importancia que tenía la figura de Jesús no sólo para las multitudes que buscaban el alivio de sus males, sino también por los fariseos y doctores de la ley se sentaban junto a Él para escucharle.

En estos últimos también vemos la compasión de Jesús, pues la curación del paralítico no hemos de verla como un mero “echarles en cara” su error como quien actúa movido por una venganza, sino que viendo que conocían que sólo Dios podía perdonar los pecados busca con el milagro llevarlos a la fe, y de hecho el evangelista termina la narración del suceso diciendo “El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto maravillas»” (Lc 5, 26) y en el “todos” van también aquellos fariseos y estudiosos de la ley.

De este pasaje del Evangelio también podemos sacar otro par de lecciones, de un lado la importancia de la comunidad en la vida de cada uno de sus miembros, estos hombres que traían al paralítico, reconocieron en aquel hombre un necesitado de ayuda, y no se quedaron en el sentimiento de lástima sino que se pusieron manos a la obra.

De la misma manera nosotros como Iglesia hemos de reconocer en cada hombre un hermano al cual no sólo hay que desearle algo bueno, sino que, en la medida de lo posible, procurarselo, y el máximo bien que podemos darle a alguien es Dios mismo, que es el Bien autor de todo bien.

Ciertamente hay momentos en que hemos de socorrer materialmente a alguien que pasa necesidad, la caridad se hace visible a través de la atención al enfermo y al mendigo, pero hemos de recordar que no podemos quedarnos ahí, que ése es solo un medio, para llevarle a una realidad superior, la vida eterna que es Jesucristo mismo.

No sólo hemos de pensar en los paralíticos físicos, hoy en día también abundan los paralíticos en la vida espiritual, aquellos que no se pueden mover a causa de la soberbia, a causa de la envidia, de la vanidad, de la lujuria, del egoísmo, de la pereza, el pecado nos inmoviliza pues nos limita en nuestra comunión con Dios, y cuando es mortal corta aquel vínculo de caridad que nos une a Él.

«La medicina, según Demócrito, cura las enfermedades del cuerpo, pero la sabiduría libera el alma de sus pasiones. Nuestro buen Pedagogo, que es la sabiduría, el Logos del Padre, creador del hombre, cuida solícito de la criatura entera: médico de la humanidad, y capaz de sanarlo todo, cuida tanto del alma como del cuerpo. El Salvador dijo al paralítico: levántate, toma tu camilla y marcha a tu casa, y, al punto, sanó el enfermo»

Clemente de Alejandría, Paedagogus 1,6,2

Por ej. Una persona que se deja llevar por la soberbia que se manifiesta en terquedad en sus propias posturas, queda inmovilizado para poder entrar en comunión con los hermanos que le rodean, y hasta hace difícil el trabajo y el ambiente para los otros, todo porque tiene una herida en el orgullo, al final es un triste, porque no logra encontrar satisfacción por estar encerrado en sí mismo, pocos sufren tanto como un soberbio.

Este es un pequeño ejemplo, y muchas veces nosotros mismos podemos encontrarnos en esta posición. Hemos de evitar caer en el error de quererles curar nosotros mismos, con estos hermanos hace falta la paciencia y el amor que todo lo sufre, pues en el fondo a veces se trata de hermanos que no han aprendido a amar o no saben dejarse amar, y puede ser que también nosotros queramos hacerlos a nuestra medida, creyendo que estarán sanos cuando amen como nosotros lo hacemos y aquí hay una trampa de orgullo para nosotros, porque podemos caer en la tentación de llegar a ponernos como la medida de las cosas.

Sólo Jesús es la medida del Amor, sólo Él puede sanar los corazones de los hombres, por ello lo primero y más grande que podemos hacer, es a ejemplo de los hombres del evangelio, confiarselos al Corazón de Cristo, esperando contra toda esperanza ya que el sabe que es lo mejor para cada uno. No podemos ser indiferentes ciertamente, existe también la “corrección fraterna” pero hemos de recordar que esta para ser tal, no debe motivarse en una sed de venganza, de castigo o ira, sino que debe de ser animada por la Caridad, es decir, por el Amor a Dios y el Amor al hermano.

«¡Qué grande es el Señor, que por los méritos de unos perdona a otros, y que mientras alaba a los primeros absuelve a los segundos! (…). Aprende, tú que juzgas, a perdonar; aprende, tú que estás enfermo, a implorar perdón. Y si la gravedad de tus pecados te hace dudar de poder recibir el perdón, recurre a unos intercesores, recurre a la Iglesia, que rezará por ti, y el Señor te concederá, por amor de Ella, lo que a ti podría negarte»

San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.

Confiemos en el Señor que es capaz de transformar los corazones de hombres, si somos nosotros los que nos encontramos frecuentemente en la posición del paralítico, roguemos la gracia de un corazón nuevo, si tenemos en mente a alguien más, confiemoslo al Corazón de Jesús, y recordemos que no debemos solamente ver las cosas a nivel espiritual, sino que también hay pobres y enfermos a nuestro alrededor a los cuales también podemos socorrer, todo para mayor gloria de Dios

Nota: La imagen es un mosaico de Rupnik que representa la escena del Evangelio