1 Jn 2, 3-11; Sal 95; Lc 2, 22-35
La presentación de Jesús en el Templo y la purificación de María santísima son dos eventos con los cuales la Sagrada Familia de Nazaret nos muestra la santidad de vida que se respiraba en su hogar.
Como buenos israelitas a los 40 días de nacido el niño Jesús lo llevan al Templo para cumplir lo que prescribía la Ley antigua sobre el rescate de los primogénitos, con ese gesto se consagraba el niño a Dios como su propiedad. Por otro lado la mujer luego del parto quedaba fuera de la pureza ritual por lo cual debía de ser purificada. El evangelista nos dice que ofrecieron dos tortolas, con ellos nos revela que eran pobres, pues esa era la ofrenda que correspondía a ellos.
Ciertamente uno se podría preguntar, ¿era necesario «rescatar» a Jesús? ¿para qué realizar este gesto si Él era el mismísimo Hijo de Dios? ¿que necesidad tenía la Inmaculada de ser purificada? Estas preguntas parecen similar a aquella que le planteó san Juan Bautista a Jesús cuando intentaba disuadirlo de ser bautizado diciéndole «soy yo el que necesito que tu me bautices y ¿tu acudes a mí?» (Mt 3,14) y por tanto aplica la misma respuesta «Déjalo ahora. Conviene que así, cumplamos toda justicia» (Mt 3, 15) Jesús nos da ejemplo de lo que habríamos de hacer.
Con el gesto que cumple la Sagrada Familia de Nazaret se nos enseña como ellos fueron obedientes a los mandatos que el Señor les había transmitido por medio de la Ley antigua, del mismo modo nosotros hemos de ser obedientes a los mandatos de la Ley Nueva del Amor que es plenitud de aquella antigua y que encontramos como en Carta Magna en el Sermón de la montaña, pues Jesús dijo «yo no he venido a abolir sino a dar plenitud» (Mt 5, 17)
El que cumple los mandamientos de Jesús ése lo ama y esta unido a Él, es lo que nos dice la primera lectura «En esto sabemos que lo amamos: en que guardamos sus mandamientos» (1 Jn 2, 3). De este modo la obediencia a Dios para el cristiano es un acto de amor. Así se abandona en Aquél que le amó primero, pone su fe en el Aquél que se nos ha manifestado como la verdad y pone su esperanza en Aquél que anhela como su felicidad eterna.
Llegando al final de este año nos haría bien meditar en estos días el Sermón de la montaña (cap. 5, 6 y 7 del evangelio de san Mateo) y luego hacer un examen de consciencia motivándonos a vivir cada vez más profundamente la Palabra del Señor en este nuevo año que está por comenzar.
El anciano Simeón por otro lado representa al antiguo israel fiel que ve cumplidas en el Divino Niño Jesús las promesas realizadas a los patriarcas, así como también la advertencia que hace a santa María indicándole su participación a la pasión de Cristo, es para nosotros un recordatorio que el que sigue a Jesús comparte su destino en el Calvario, pero no debemos de olvidar que también lo comparte en la Resurrección y en el Cielo. Así con este último versículo a través de nuestra Buena Madre se le da un sabor de Pascua a la Navidad.
Roguemos a Dios Padre nos conceda la gracia por intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret de poder ser fieles a su Palabra de Amor y convertirnos así en sal de la tierra y luz del mundo para alabanza y gloria Suya.
Nota: La imagen es la «Presentación del Señor» del Giotto
Apéndice.
Sobre la oración de Simeón es bellísimo un texto de san Aelred de Rievaulx (Sermón «Si has buscado al Señor»):
«Simeón tomó al niño en sus brazos y bendijo a Dios» (Lc 2,28).
«Simeón vino al templo, movido por el Espíritu Santo.» Y tú, si con sumo interés has buscado a Jesús por todas partes, es decir, si –como la Esposa del Cantar de los Cantares (Ct 3,1-3)- los has buscado sobre el lecho de tu descanso, ahora leyendo, ahora orando, ahora meditando, si lo has buscado también en la ciudad preguntando a tus hermanos, hablando de él, compartiendo sobre él, si tu lo has buscado por las calles y las plazas aprovechándote de las palabras y de los ejemplos de los demás, si lo has buscado junto a los centinelas, es decir, escuchando a aquellos que buscan la perfección, entonces tú vendrás al templo «movido por el Espíritu». Ciertamente, es el mejor lugar para el encuentro del Verbo con el alma: se le busca por todas partes, se le reconoce en el templo… «He encontrado al Amado de mi alma» (Ct 3,4). Busca, pues, por todas partes, búscale en todo, búscale cerca de todos, pasa y sobrepásalo todo para, por fin, llegar al lugar de la tienda, hasta la morada de Dios, y entonces, le encontrarás.
«Simeón vino al templo movido por el Espíritu.» Cuando sus padres llevaron al Niño Jesús, también él le recibió en sus manos: he aquí el amor que gusta por el consentimiento, que se une por el abrazo, que saborea por el afecto. ¡Oh, hermanos, que se calle aquí la lengua… Aquí, nada se desea si no es el silencio: son los secretos del Esposo y la Esposa… el extraño no puede tener parte en ello. «Mi secreto es mío, mi secreto es mío!» (Is 24,16 Vulg) ¿Dónde está, para ti, Esposa, tu secreto, tú la única que ha experimentado la dulzura que se saborea cuando en un beso espiritual, el espíritu creado y el Espíritu increado se encuentra uno frente al otro y se unen el uno con el otro hasta el punto que son dos en uno, o mucho mejor, digo, uno solo: justificante y justificado, santificado y santificante, deificante y deificado?
Ojalá merezcamos también nosotros decir lo que sigue: «Lo he cogido y no lo soltaré» (Ct 3,4). Eso es lo que ha merecido san Simeón según dice: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz.» Ha querido que le deje marchar, liberado de los lazos de la carne, para gozar aún más fuertemente del abrazo de su corazón, Jesucristo nuestro Señor, para quien es la gloria y el honor por los siglos sin fin.