VI Domingo de Pascua – Ciclo C
Hch 15, 1-2. 22-29; Sal 66; Ap 21, 10-14.22-23; +Jn 14, 23-29
Los primeros cristianos ciertamente tuvieron que hacer frente a los diferentes desafíos que iban surgiendo conforme el Evangelio se iba difundiendo por el mundo, hoy, la primera lectura a través de la carta enviada a los hermanos provenientes del paganismo nos da un resumen de una situación que se estaba viviendo en sus comunidades y la manera en cómo se llegó resolución del problema.
En primer lugar hemos de recordar que llegaron a su región algunos cristianos de origen judío que sin ninguna autoridad habían ido a propugnar doctrinas ajenas a la predicada por los apóstoles, en este caso doctrinas que se llegaron a conocer como judaizantes, puesto que pretendían que los recién convertidos se circuncidaran como si eso fuese requisito para salvarse.
Frente a esto, los verdaderos testigo de Cristo resucitado, los cuáles llamó desde el comienzo de su misión y que tienen a Pedro por cabeza, se pronuncian confiados en que sus palabras no son de mera inspiración humana sino que contienen una disposición divina. Llama la atención la fórmula utilizada para presentar la sentencia emitida para resolver el problema: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido” pareciera decirnos que quien sigue a los apóstoles sigue la voz del Espíritu, quien se afinca en ellos como columnas de la Iglesia camina seguro, puesto que el Señor es fiel a su Palabra, y como escuchamos en el Evangelio de hoy, el Espíritu Santo asiste a los que Cristo ha enviado.
“Con este escrito muestran sin ninguna duda que, si la carta venía de los apóstoles, que eran hombres, el mandato universal venía del Espíritu Santo; haciéndose cargo de esta disposición el grupo de Bernabé y Pablo, la asentaron en toda la tierra habitada” San Cirilo de Jerusalén.
La doctrina de los apóstoles no es simplemente una teoría sino que proviene de la relación viva y profunda que ha tenido con Jesús, no son ni empleados, ni mercaderes, ni meros servidores, son los amigos de Cristo. Aquellos a los que amó hasta el extremo, aquellos que presenciaron su modo de hablar y obrar, aquellos que han permanecido en Él.
A esta relación profunda de amor con Cristo, que se traduce en la más pura de las amistades, estamos todos invitados. Es una relación de amor desigual, nunca podremos amar a Cristo como Él se lo merece, pero sí que podemos corresponderle por la acción de su gracia.
En esta relación de amistad Él nos ama con misericordia y nosotros le correspondemos desde nuestra pequeñez, desde nuestra miseria, como diría santa Teresita del Niño Jesús “Nuestra miseria atrae su misericordia”.
Por esta amistad con Jesús, nosotros entramos en una nueva relación con nuestro Dios, Uno y Trino, sabemos que en Cristo, la humanidad y la divinidad se han encontrado. Es más, cuando nos abrimos a la acción de su gracia y perseveramos fielemente en ella, es Dios mismo quien entra nosotros, es lo que se conoce como la Inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo, Dios habita en nosotros.
Nos lo dijo Jesús “El que ama cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”.
Esto es algo precioso, frecuentemente deberíamos meditar en esta gran verdad, ellos nos preservaría de graves peligros, nos daría confianza en las situaciones adversas y nos animaría a lanzarnos en pos de grandes empresas. Para nosotros, aquella afirmación popular “hay un Dios que todo lo ve” debería llenarnos a nosotros de esperanza y alegría, de gozo, de paz, porque en todo momento Dios esta con nosotros, no nos abandona, Él conoce nuestras vidas y sabe a que desafíos hemos de enfrentarnos y conoce los anhelos más profundos de nuestros corazones. De ahí brota la verdadera paz que Cristo nos ha traído.
San Agustín define la paz como “la tranquilidad en el orden”, y es precisamente eso lo que Cristo nos ha ganado con su Pasión, Muerte y Resurrección, puesto que el hombre que vive en gracia y que cumple sus mandamientos, sana el desorden que el pecado había establecido, y comienza a vivir en relación recta (ordenada) con Dios, con sus hermanos y consigo mismo.
Que el Señor nos conceda la gracia de permanecer fieles en su amor, en la obediencia de la fe a su Palabra, para que haciendo experiencia de su presencia en lo profundo de nuestro ser, podamos ser sus testigos en las realidades en las que nos movemos.